LA MUERTE DEL PRIMER CYBORG

 

 ¿Cómo están, queridos amigos de la Revista? Esperamos que bien. Hemos tenido un mes de marzo muy pero muy atareado, pero felizmente estamos de vuelta haciendo lo que mejor sabemos hacer. Hace poco se comunicó con nosotros Oscar Bilbao, escritor español con un curriculum impresionante: 

Es autor de «Los secretos del vídeo online, guía transmedia para streamers, blogueros y marcas» (ESIC 2021), «Ultramarinos y coloniales. 17 relatos y un (falso) poema» — Libro y portada del año 2020 Forolibro—«Management a la guipuzcoana» (2015), la novela corta «los nietos bastardos de Warhol» (2010) y  «Estimado lector: descubre cómo escribir cartas de marketing directo efectivas» (ESIC 2004). Co-autor de «Mejor Marketing» (AMDIA 2016), «Manual de Primeros Auxilios de Correos para las PYMES» (ESIC 2014) y «Personal Branding, hacia la excelencia y la empleabilidad por la marca personal» (Madrid Excellence 2011). Seleccionado en 2003 para la antología «Los nuevos escritores latinoamericanos». 

Nos trajo su relato "La muerte del primer cyborg", y no pudimos resistirnos.

Aquí lo tienen:


LA MUERTE DEL PRIMER CYBORG
Óscar Bilbao
DDLØ contemplaba, entre el orgullo y el pesar, el corazón de las instalaciones del LAB.
Él lo había creado desde cero, diseñado cada pasillo, cada encrucijada, cada recoveco. Él lo había hecho inexpugnable, tanto para quienes quisieran violar sus secretos como para quienes pretendiesen huir de ellos.
Y él estaba, ahora, entre los segundos.
Él y su hijo, y ayudante, al que había arrastrado en su destino.
Su historia era la clásica que entroncaba con los mitos creados alrededor de Silicon Valley. Segunda generación de inmigrantes griegos llegados a la costa este, autodidacta, fue capaz de diseñar un complejo lenguaje informático en el instituto donde estudiaba, en Astoria, Queens, el barrio neoyorquino del que dicen alberga la segunda comunidad griega más grande del mundo fuera de Grecia, después de la de Melbourne, Australia.
Los desarrollos del joven DDLØ —pronto fue conocido únicamente por su nick, olvidándose hasta su propio nombre—, fueron haciéndose cada vez más complejos, pasando de circuitos impresos a volúmenes alojados en metaversos y accesibles a través de los cinco sentidos.
Poco a poco, su afición estudiantil fue monetizándose hasta llegar a ser una más que aceptable fuente de ingresos. Tanto, que no tardó en convertirse en leyenda entre los Ellinoamerikani, los estadounidenses de origen griego. Nos atrevemos a decir que a la altura de Petros «Pete» Sampras o Jennifer Joana Aniston, nacida Yannis Anastassakis.
Con el apoyo económico de la comunidad, en una suerte de crowdfunding, alquiló una de las naves abandonadas en las que, cada vez más, iban instalándose jóvenes artistas e incipientes startups escapadas de la gentrificación no ya de Manhattan, sino de barrios como Brooklyn o Harlem.
El proyecto, ambicioso, necesitaba de algo más que de la mente privilegiada de DDLØ para salir adelante, pero era bastante difícil encontrar los perfiles adecuados a una propuesta por entonces tan innovadora, en un entorno en el que todo estaba por inventar. Tuvo que conformarse con buscar jóvenes becarios con voluntad de aprender. Partridge fue uno de los primeros. Era su sobrino, algo por lo demás no muy extraño en una comunidad tan endogámica. Pero es que, además, Partridge era un chaval muy espabilado. En muy poco tiempo no solo era capaz de desarrollar las ideas de su tío y mentor, sino que sacaba adelante prototipos basados en rupturistas asociaciones de ideas, en el más puro estilo Investigación, Desarrollo e Innovación, I+D+i.
Al tío le fue dejando de hacer gracia el progreso exponencial del sobrino. DDLØ no podía soportar las, cada vez más, menciones al trabajo de Partridge en papers
académicos, podcasts y revistas como MIT Technology Review. Aunque, en apariencia, su relación era normal, incluso diríamos que cordial, los encontronazos en el Battle Royale eran cada vez más encarnizados. Habían hecho del Fortnite el lugar donde dirimir sus diferencias, aunque ambos estaban en el mismo equipo, la fricción y la lucha por seguir estrategias diferentes crecía en cada partida. Por un lado, el miedo del maestro a perder su supremacía, su cátedra y su estatus y, por otro, la ambición juvenil de quien busca cambiar las reglas del juego.
Fue allí donde DDLØ organizó la encerrona.
Tío y sobrino coincidieron en lo alto de una colina desde la que se dominaba toda la isla, estaban en modo Fiesta Magistral, el rincón del juego donde relajarse y disfrutar de películas y conciertos en directo cuando, aprovechando un descuido del joven, lo lanzó colina abajo, despeñándolo.
Por suerte, al menos para el joven Partridge, la Inteligencia Artificial había desarrollado un algoritmo, conocido como Atenea, que, en un formato similar al antiguo deux ex machina del teatro griego, de ahí el nombre, permitía que el propio juego salvase de la muerte de quienes considerase relevantes por su estrategia e ingenio. Así que, en plena caída, fue agraciado con una mutación de skin —la apariencia del personaje— transformándose en una ave que, a partir de entonces, no volaría alto ni anidaría en los árboles, evitando los lugares elevados.
Esto no evitó que DDLØ fuese duramente juzgado por la comunidad, la gamer y la que consideró imperdonable su traición a la familia y a la diáspora, que vienen a ser lo mismo.
El único camino era el destierro y el único destino la Costa Oeste. Silicon Valley.
Con su ingenio y su currículo no le sería difícil hacerse un hueco. El borrón que lo ensuciaba tampoco es que fuese relevante en un entorno donde lo que primaba era la competitividad más descarnada, la guerra por el dinero de los inversores en cada ronda de financiación, la traición en aras de una ventajosa salida a Bolsa. Todas las grandes contaban con encarni zadas vendettas que salpicaban sus orígenes, desde la que sufrieron los Winklevoss en la época de aquél proto Facebook hasta la ejecutada por John Sculley a un, en apariencia, intocable Steve Jobs.
Así que, como no podía ser de otra forma, DDLØ fue fichado, directamente, por el más grande, el que por entonces ostentaba el título de Rey del Metaverso, el hombre que había
creado un imperio virtual que se había traducido en miles de millones de dólares en el real, que había fusionado juego, eventos, Markets, espacios de trabajo y sexo en un solo lugar en el que, hoy, era imposible comprar un solo terreno por menos de un millón de dólares el pixel.
Un meta mundo tan lucrativo que, como ha pasado siempre en la historia, era acechado por rivales que no dudaban en contratar, a precio de oro, a los corsarios de la nueva economía, hackers encerrados en oscuros cuartos situados en cualquier rincón del mundo capaces de violar los más estrictos protocolos.
Así que, lo primero que hizo DDLØ fue crear un escudo de defensa inexpugnable, Talos, un gigante de grafeno que, con una latencia de tres nanosegundos, recorría el mundo virtual protegiéndolo de piratas e invasores. Aquello satisfizo sobremanera al Rey del Metaverso, que no tardó en abrirle las puertas de su mansión de Palo Alto, California. Allí conocería a Naúcrate, asistente personal del millonario con la que tuvo una tórrida aventura a espaldas del jefe, al que no le iban nada los rollos entre empleados, de la que nacería un hijo. Pero no solo entre el personal tendría éxito el genio griego. Se ganó a la hija, desarrollando para ella
un espectacular auditorio por el que desfilarían los grupos más importantes del momento en fiestas privadas donde acudirían los avatares de los futuros herederos del poder económico y político mundial. Norteamericanos, rusos, coreanos del norte y del sur, chinos, latinoamericanos e hijos de las viejas monarquías europeas y del Golfo se daban cita en los reservados virtuales del Ariadne Arena sin distinción de ideología o religión, unidos por la interminable cantidad de ceros que atesoraban sus progenitores.
También se ganó a la madre.
Aunque la historia tiene bastante más miga.
Patsy estaba enamorada de un semental.
Y cuando decimos de un semental, nos referimos a eso, literalmente.
Semental entendido como toro que, por sus especiales características, se dedica en exclusiva a montar vacas.
Un precioso ejemplar por el que su marido había pagado una millonada, una migajita dentro de su inmensa fortuna también es cierto, y que era la joya de la corona del rancho de Point Reyes.
Cosas de ricos aburridos, pensarás. Y razón no te falta.
Pero el amor, o la pasión, o el deseo, no reconoce fortunas.
Aunque, con dinero, puedes permitirte poner a trabajar a los mejores si, por ejemplo, quieres montártelo con un animal que supera ampliamente la tonelada y mide casi dos metros hasta el morrillo y unos setenta centímetros hasta el extremo del pene.
Fue un arduo trabajo de escaneado y prototipado.
Ni es el momento, ni el lugar, ni el objetivo de esta historia, entrar en detalles escabrosos.
Así que, resumamos esta parte diciendo que la cosa funcionó, lo que da pruebas tanto del
ingenio de DDLØ como de la determinación de la señora.
Y de la profesionalidad del toro.
Porque Patsy se quedó preñada.
Señoras que se quedan preñadas de animales.
Hasta no hacía mucho aquello era más propio de novelas de Gabriel García Márquez, mitos griegos o casetas de feria en pueblos perdidos de la América profunda. Pero, en los últimos años, y dejando muy atrás los tiempos de la oveja Dolly, la ingeniería genética había avanzado a pasos agigantados.
Lo que no fue excusa para que el Rey del Metaverso sintiese que la cornamenta que lucía era directamente proporcional a la del astado copulador. Era consciente de que, viendo la experiencia de otros magnates como Gates y Bezos, lo que menos le interesaba en ese momento era meterse en un ruinoso proceso de divorcio, así que optó por hacerse servir en la mesa las criadillas del victimario regadas con un Screaming Eagle de Napa Valley, elaborado con Cabernet Sauvignon, a unos dos mil quinientos dólares la botella y encargar a su ingeniero estrella la creación de lo que se dio en llamar el LAB 1.0. Un complejo del que fuera imposible salir y en el que la criatura —mitad humana, mitad toro— que nacería en unos meses, quedase fuera de la vista de una élite muy amiga de eso de que los trapos sucios se lavan en casa.
De momento, más allá de la construcción del complejo, DDLØ salió bastante impune de la aventura. Su jefe le perdonó haber participado en la monta a modo de mamporrero a cambio de la patente del nuevo ingenio creado, al que vio un gran recorrido comercial una vez producido en serie, y de la creación del susodicho LAB 1.0 fuera de las horas de trabajo, exento de bonus y regalías si existiese un posterior desarrollo y una cláusula de absoluta confidencialidad en cuanto a hardware, software y materiales utilizados.
Y aquí empezaron los verdaderos problemas de DDLØ.
La criatura reclamaba un ingente minado de criptos para su mantenimiento. Es por eso que las licencias que otorgaba el Rey del Metaverso por el uso en la nube de sus productos y servicios empezaron a encarecerse de una manera que resultaba insostenible para las empresas que dependían de ellas para su supervivencia. Ego & Partners era una de las más afectadas. Tanto que, uno de los socios más jóvenes de la firma decidió tomar cartas en el asunto.
TSØ era habitual del Ariadne Arena así que, a través de avatares comunes, no le fue muy difícil llegar hasta la joven heredera. Varias charlas y muchos likes dieron paso al sexting, al que siguió un encuentro, esta vez real, en el palafito que Ego & Partners tenía en una isla privada a nombre de toda una larga lista de testaferros.
Ari estaba colgadita del bello TSØ.
Así que no le costó demasiado convencerla de su plan para acabar con su medio hermano.
Por un lado, estaba el tema crematístico que, pasar de ser hija única y heredera universal, a compartir cuentas corrientes, acciones, propiedades y bitcoins con el fruto del ¿amor? de su madre con un toro de lidia, y aunque no fuese de lidia, ni toro, ni buey de Kobe, no le hacía ni puta gracia. Pero es que, además, estaba harta del temita, de que, de manera recurrente, las redes sociales se llenasen de memes con su madre y el toro o del propio Minnie en deepfakes como el John Merrick de El hombre elefante. No había storie suya en la que alguien no acabase sacando a colación la puta historia.
Pero, entrar, y sobre todo salir, del LAB 1.0, era misión imposible.
A no ser que...
Bastaron unas grabaciones de DDLØ montándoselo con Naúcrate en el único Eileen Gray Charles que se conserva a día de hoy, adquirido en una subasta de Christie’s por la tontería de veintisiete millones y medio de dólares. Anda que no estaba el viejo sensible al tema del semen como para decirle que un hijo de emigrantes griegos y su asistente personal habían estado copulando como conejos en su sillón favorito.
El blockchain, la cadena de bloques que, a modo de miguitas de pan de Pulgarcito, serviría de hilo para no perderse en el laberíntico complejo, pasó de la wallet de su creador a la de la joven promesa de Ego & Partners.
Entrar, neutralizar, salir.
Antes de que nadie pudiese darse cuenta TSØ volaba de regreso a casa. Lástima que, ciego de éxito, y de coca, se hubiese olvidado de enviar el código estipulado con su jefe una vez cumplida con su misión y este se suicidase pegándose un tiro en la sala del Consejo. Que, bueno, entre tú y yo, tampoco es que le viniese mal al ambicioso joven, ya que ocupó el puesto vacante convirtiéndose, por los servicios prestados, en CEO de la compañía. También se olvidó de Ari en el resort en el que hicieron escala para repostar el Gulfstream G450 y darse un homenaje.
Pero volvamos a la que estaba montada en la residencia de Palo Alto.
El Rey del Metaverso ardía de rabia.
La muerte del bastardo en sí le traía sin cuidado. Lo que le dolía era ver violada su joya, el espacio hasta ese momento inexpugnable que alquilaba a precios desorbitados, la fortaleza dentro de la fortaleza, el Fort Knox de las criptomonedas y los NFTs, el motor de su Metaverso. Y también la traición de aquél griego hijo de puta. Le había hecho rico, inmensamente rico, le había dotado de recursos ilimitados dejándole ser el alquimista de la nueva economía, le había abierto las puertas de su residencia... y él se lo pagaba entregando la secuencia de bloques que hackeaba el sistema y follándose a su asistente en el «sillón de dragones» donde habían dejado las huellas de sus culos gente como Suzanne Talbot o Yves Saint Laurent,
Porque sí, las grabaciones también habían acabado saliendo a la luz.
Una muerte rápida no era suficiente. Le bastaba un gesto para que su asistente, su nueva asistente, claro, encargase a un sicario cualquiera el asesinato de DDLØ, con tortura incluida por un pequeño plus.
Pero no, eso no bastaba.
Los antiguos reyes y dictadores utilizaban la crueldad como herramienta política y, ya, cuando la economía fue comiendo terreno a la política, lo mismo hicieron las capitanes de la revolución industrial. Los gurús de la economía colaborativa adoptaron el fondo vistiendo, eso sí, las formas, buscando nombres sexis que ocultasen la precarización y el empobrecimiento de una sociedad que alimentaba su rapiña.
Había que buscar algo más refinado.
El creador en su laberinto.
Sonaba bien.
A tragedia griega.
De inmediato, DDLØ y su hijo fueron conducidos al corazón del LAB 1.0 que, por una corrección de código hecha personalmente por el Rey del Metaverso, pasó a ser el LAB 2.0, encriptado, dependiente de una nueva cadena de bloques y que, ahora sí, solo él conocía.
DDLØ era consciente de que escapar, por los métodos tradicionales, era imposible. Y que, incluso, en el improbable caso de que consiguiesen abandonar el complejo, serían detectados y destruidos al instante, de la mano del implacable Talos creado por él.
Pero, antes de nada, necesitaba limpiar su mente, volver a ser aquel chico de Astoria, Queens, el barrio neoyorquino del que dicen alberga la segunda comunidad griega más grande del mundo fuera de Grecia, después de la de Melbourne, Australia. Y eso le sirvió para descubrir que lo que le había llevado hasta allí había sido el cegarse por los brillos engañadores del éxito, las menciones, las citas y entrevistas, dedicarse a intrigar, a pasar por
encima de quien fuese —incluido el hijo de su hermana— con tal de seguir en el top of mind de la industria. El creerse el rey del mambo y permitirse venganzas infantiles como follar en el despacho del jefe ¿hacía falta eso?
Y, nunca mejor dicho, de aquellos polvos estos lodos.
Le llevó tiempo vaciarse de todo esto.
Y, solo una vez lo consiguió, pudo, de nuevo, dejar volar su creatividad.
Volar.
Esa era la clave.
La única forma de salir de aquel laberinto era volando.
Pero ellos no tenían alas.
Vaya, ahora echaba de menos a su sobrino Partridge.
O, mejor dicho, no ser Partridge.
El Partridge reconvertido en ave, para ser exactos. Ahora dependía de él.
De ellos.
Sin algoritmos redentores ni lenguajes informáticos.
Mecánica pura.
Tuvieron suerte de que los trabajadores de la empresa de outsourcing que se ocupaba de la limpieza llevaban ya varios meses en huelga así que, lo primero, fue recoger las plumas que habían caído de una instalación montada por Damien Hirst para una expo recién finalizada. De alguno de los servidores arrancaron cables y alambres, formando con la ayuda de su hijo un armazón al que fueron uniendo las plumas con pequeños puntos de estaño derretidos al calor de los terabytes.
El primer prototipo funcionó bastante bien, lo suficiente como para enseñarle al chaval los rudimentos del vuelo.
Cuando tuvieron listo todo lo material y dominaban la técnica, y justo antes de lanzarse a la aventura, DDLØ dedicó su tiempo a instruir al joven en el difícil arte de la prudencia.
No debía de volar demasiado bajo, porque los radares captarían su vuelo activando de inmediato el escudo antimisiles tierra-tierra. Por el contrario, si volaba demasiado alto, las perturbaciones geomagnéticas del sol alterarían la estructura, derritiendo el cobre y haciendo que el ingenio colapsase.
El chaval asentía distraído mirando hacia el enorme cielo que parecía esperarles solo a ellos. Qué iba a contarle su viejo padre, el volaría alto, muy alto, llegaría donde nadie ha llegado, descubriría nuevos mundos, reales y virtuales, conquistaría el metaverso.
DDLØ dio la señal de partida.
Ícaro levantó el vuelo.
 

EPÍLOGO
Pasaron las islas de Samos, Delos, Paros, Lebintos y Calimna, entonces Ícaro comenzó a ascender, desoyendo las advertencias, cada vez más angustiadas de Dédalo, su padre. El ardiente sol ablandó la cera que mantenía unidas las plumas y estas se despegaron. Ícaro agitó sus brazos, pero no quedaban suficientes plumas para sostenerlo en el aire y cayó al mar. Su padre lloró y, lamentando amargamente sus artes, en su memoria, llamó Icaria a la tierra cercana al lugar del mar en el que Ícaro había caído.
Dédalo llegó a Sicilia, donde quedó bajo la protección del rey Cócalo.
Allí construyó un templo a Apolo en el que colgó sus alas como ofrenda.

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