Dinero, carne o sangre

 

Les traemos un segundo relato este sábado 26 de marzo, esta vez de un autor venezolano: 

Néstor Cánchica nace en Caracas-Venezuela, el 24 de abril de 1970.
Desde temprana edad se decanta por las artes, haciendo carrera como pintor, sin dejar de lado la ilustración y caricatura de prensa. No obstante a la plástica y a propósito de ser articulista y ávido lector, irrumpe en el panorama literario de su país en 2015 con una novela de ficción bajo el sello FBLibros “Andantes” (finalista “premio la crítica”). A su ópera prima le siguen “Aghori” (novela 2017) y “El Abominable Hombre de las Nieves y otros relatos” (2018) su primer libro de cuentos. También publica “Maryam y la Teriantropía” (2020) donde el autor explora los terrenos de la literatura infantil.
En la actualidad tiene varios libros inéditos: “Pasajero a Frankfurt +10” (segundo libro de relatos) “Apócrifo” (su novela más extensa al momento), “Benitz” novela corta y “Abyecto”, novela de tipo policiaco que escribe en la actualidad. Sus cuentos también han sido publicados en compilaciones de: Malasia, Chile y México.
 

Contactos en redes sociales: Instagram: @canchica008 Twitter: @canchica52 E-Mail: kant52@gmail.com.


Su relato:

Dinero, carne o sangre


Néstor Cánchica


A mis amigos de El Valle: Francisco, Edin, German, Gustavo y Milton.


─...tendría algunos ocho años la primera vez que escuché hablar de él. Según dijo Saba, era negro, joven y muy guapo. Tenía inmensas cantidades de dinero y su negocio era prestarlo.
Dijo además que operaba allí mismo; en el barrio, aunque tenía casas en muchos lugares. Dijo que prestaba a bajo interés. Que daba largos plazos para que pudieran pagarle a tiempo y pese a lo malo que de él se decía, era un hombre justo.
─Ajá, y ese tal Jij, como tú lo llamas, de verdad existe, ¿acaso lo has visto? ─preguntó el comisario Ramírez sin dejar de fumar, al cabo que lo miraba con algo de desdén.
─Existe, señor comisario; sí que existe. Según Saba ─continuó─, en una oportunidad le había dado a escoger a un hombre que pretendió incumplir un préstamo, entre pagarle el doble de lo adeudado en un plazo de horas, pero que si no podía, debía entregarle a un miembro joven de su familia...
─ ¡Nojoda! Un tratante de blancas pues; estás escuchando Mijares ─comentó el comisario como sin darse cuenta.
─Por favor, comisario ─interrumpió el detective Mijares─, deje al hombre continuar...
─Bueno. El Jij dijo que si tampoco podía cumplir con eso, la tercera opción era que ajustara una cuenta por él, o, se quitara la vida allí mismo, frente a sus ojos.
─Coño, esa si está buena, ¿y que hizo el tipo? ─preguntó el comisario tomando por fin algo de interés en el relato.
─No sé, no logré terminar de escuchar todo...

─Tas’ viendo la vaina Mijares, tas’viendo...─volvió a interrumpir.
─Perdón, comisario, pero no he terminado ─suplicó Camargo─. A mí se me olvidó aquel asunto pronto, y solo volví a pensar en él años después, cuando mi hermanita se enfermó y requería de un costoso tratamiento que solo se realizaba fuera del país. Entonces busqué desesperado a Saba...
─ ¿Saba es santero? ─preguntó el detective.
─Sí, pero y cómo lo sabe usted; ¿lo conoce?
─Contesta pues, Mijares, te vas a quedar callao’...
─No. No lo conozco, pero me lo supuse. Bueno, pero sigue contando y no hagas caso de éste...
─La cosa fue que lo busqué a Saba, y lo primero que me dijo era que si estaba loco; que no sabía de qué le hablaba. Entonces le recordé la conversación aquella, le conté lo desesperado que estaba por mi hermana Ana, y que si sabía dónde encontrar al tal Jij que por favor me lo dijera; que no me creyera pendejo, que yo estaba seguro de que él lo conocía. Dos días después, mientras estaba tomándome unas cervezas en la cancha e’ bolas, un tipo rarísimo vestido de morado que nunca había visto por allí, se me acercó y me preguntó si me llamaba Francisco Camargo, cuando le confirmé dijo que El Jij me iba a atender. Les confieso que desconfié, pero como estaba tan desesperado lo seguí cerro arriba; hasta un rancho horrible de zinc y cartón piedra que se estaba cayendo, y me hizo pensar que todo aquello era una mamadera e’gallo; una de muy mal gusto. Sin embargo entré al sitio con él, y les juro que nunca en mi vida había visto algo así. Lo que era un rancho por fuera, era la entrada a un palacio por dentro. Me quedé tan sorprendido que tuve que detenerme a mirar bien a mi alrededor para estar seguro de que estaba viendo lo que estaba viendo. De que esos jarrones, esas paredes y ese techo inmenso eran de verdad. De que esa música rara y ese intenso olor a incienso, piña y coco eran reales; que no los estaba imaginando.
─ ¡¿Coño, tú estás seguro de lo que nos estás contando?!─interrogó el comisario mostrando cada vez más interés.

─Muy seguro. En el lugar había jarrones grandes de color blanco y rojo llenos de
monedas que parecían de oro. Las paredes y el techo estaban recubiertos de tapices como africanos, había antorchas a ambos lados que alumbraban las entradas a los pasillos; porque eran cinco pasillos amplios y largos, diferenciados por colores o por cierta luminosidad blanca, amarilla, verde, azul y roja; nosotros tomamos el amarillo, y apenas empezamos a caminar los demás pasillos desaparecieron. Con decirles que hubo un momento en que creí que flotaba, y tuve que mirar al piso de madera que estaba tan pulido que me reflejaba como en un espejo. Algunos cinco o diez minutos después de estar andando con aquel intenso olor a incienso, coco y piña, apareció al final del pasillo una especie de Lobby amplio que tenía en medio una silla grande adornada con figuras de oro y perlas, y apenas nos acercamos, la silla giró y ahí estaba él...
─ ¡¿El Jij?! ─interrumpieron al unísono detective y comisario.
─Sí.
─ ¡¿Coño, y cómo era el tipo, echa pa’fuera de una vez?! ─interrogó Mijares.
─Era mas bien raro.
─ ¿Cómo raro? ─preguntó el comisario.
─Era negro, como había dicho Saba; pero poco común. Muy joven; demasiado quizá. Era delgado y muy bonito; no me mal entiendan ¿Eh?, a mí me gustan las mujeres, pero debo admitir que era hermoso. La piel le brillaba, la cabeza era perfecta, la tenía al rape y desprendía brillos dorados y plateados a cada movimiento. Su nariz era un poco perfilada, sus cejas como dos grabados y sus ojos eran amarillos intensos; como de candela. Vestía una bata larga y negra con animales y frutas doradas, y como les dije, estaba sentado en esa silla mirándome a los ojos y escoltado por dos hombres fornidos vestidos iguales al que me había llevado. «Aquí el solicitante». Recuerdo que dijo el hombre a mi lado. El Jij lo miró, él le hizo una reverencia y enseguida se retiró dejándome solo, y les juro que tenía la carne de gallina en ese momento, porque no sabía que pensar o hacer. No sabía si me habían drogado los olores del incienso y las frutas o estaba soñando, ¿entienden? Porqué cómo era posible que ahí mismo, en el cerro donde había vivido toda mi vida pudiera existir una vaina así. Y ni qué decir de ese lujoso Lobby, esa silla, las joyas y las ropas que usaba el muchacho: porque era un muchacho.
«Ashé, Francisco Camargo. ¿Entiendo tienes urgencia?» Dijo penetrándome con la mirada, y la verdad me sorprendió que supiera mi nombre completo, y que su voz sonara como la de un viejo. «Sí, señor, gracias por recibirme. Vengo por mi hermana...» Traté de decirle, pero ni siquiera me dejó terminar. «Sé los motivos. Interesa cuánto solicitas, en qué tipo de moneda, y en cuánto tiempo puedes pagar». Agregó con tranquilidad.


Respondí que necesitaba siete mil dólares. Era la suma que nos había dicho el médico que atendía a Ana, que con eso se cubriría el viaje y el tratamiento. «Hecho». Respondió mirándome con esos ojos tan raros, e hizo una seña al que tenía a la derecha, y volvió a preguntarme en cuánto tiempo pensaba devolver todo el dinero más el siete por ciento. Como no tenía ni idea pregunté cuánto era el tiempo máximo, y dijo que ese era mi asunto. Que pusiera el tiempo que quisiera. Y fue cuando la cagué, porque pude haber pedido un poco más; quizá no estaría aquí en esta comisaria de no ser por mi estupidez...─acotó con la miranda perdida─ Bueno, como sea, en ese instante pensé que podría ser una trampa, y como no quise abusar de mi suerte pregunté si podría ser un año. «O dos, o tres. Los que creas necesitar. El tiempo lo tengo a mi favor», respondió. «Cinco años, señor. En cinco años le doy mi palabra de que le pago todo». Así le dije seguro de que me iba a decir que no, y repito que me arrepiento de no haber pedido más...
 

─ ¿Y qué pasó entonces? ─preguntaron los funcionarios.
─Sonrió con esos dientes blanquísimos y dijo que estaba bien. «Muchísimas gracias, señor, ¿y usted es...?» Recuerdo que pregunté como un imbécil cuando me entregaron el bolso con la plata. «Jij. Soy un Jij. Pero eso lo sabías, ¿no?». Contestó mirándome fijo, y les juro que casi me cago encima. «Sí claro, claro que lo sabía, discúlpeme usted... Y va a necesitar que le firme algo». Pregunté nervioso «Tengo su palabra. Es suficiente». Respondió mirándome como si pudiera leer mi mente, pero enseguida volvió a sonreír y sin decir más se levantó de aquella silla tan rara. Les cuento que medía más de dos metros, lo cual me asombró, porque en la silla esa se veía pequeño; jamás me lo hubiera imaginado de esa estatura.
Con la boca abierta lo observé mientras se perdía como si no tocara el piso por un nuevo pasillo que parecía no tener final; y les juro por Dios y mi madre que por un instante lo vi transformase en algo como un animal; una pantera o algo así....
─Coño, Camargo, no se te puede negar que tu historia es arrecha. Pero no sé qué carajos tiene que ver conmigo ─acotó el comisario mientras encendía un nuevo cigarrillo.
─Ya va, comisario Ramírez, la historia no termina allí. Lo que les acabo de contar pasó hace cinco años. Hoy se cumplen, por cierto. ¿No quiere escuchar el resto; no quiere saber cómo termina? Usted sabe quién es él. De eso me di cuenta apenas empecé a contar mi historia.


El comisario entonces observó a su subalterno por algunos segundos y acto seguido, le dijo que fuera a la calle a buscar café para todos, y aunque el detective Mijares se sorprendió de su actitud, y pese a que tenía más ganas que su propio jefe de terminar de escuchar toda la historia, tuvo que obedecer sin más remedio.
─Esta mañana me desperté consciente que mi plazo para pagar al Jij se acaba hoy
─continuó Camargo al quedar solo con el comisario─. Y no se crea, aunque usted me vea como un vago de barrio, le juro que después que mi hermanita se recuperó me dediqué a trabajar duro para pagar. Pero por más que le eché bolas; por más que me rompí el lomo y ahorré cada centavo, al día de hoy solo he logrado reunir cuatro mil trecientos dólares.
─ ¿Y qué vas a hacer?
─Lo que me tocó. No se crea, igual fui a verlo; vengo de allá...
─Ah sí, ¿y te dio otro plazo...?
─En cierta forma. Dijo que como le había incumplido me daba diecinueve horas para juntar el doble de la plata, y que si no podía, que había otras maneras...
─ ¿Otras maneras?
─Sí. Dijo que podía entregarle a Ana; ahora tiene quince años. A esa opción dije que no.
─ ¿Y entonces?
─Dijo que estaba la sangre.

─No me jodas, Camargo, ¿cómo que la sangre?
─Dijo que o bien podría derramarla por él, o verter la mía propia a sus pies a manera de ofrenda.
─Coño, es obvio que esa última tampoco la tomaste, supongo que por eso estás aquí; para que te dé protección del tipo ése...
─Se equivoca en parte, comisario. Es verdad que es por usted que estoy aquí, solo que no buscando su protección.
─ ¡¿Y entonces a que carajos has venido?! ─interrogó un tanto nervioso por primera vez, pues Camargo había cambiado su semblante, parecía ser otra persona; alguien obscuro.
─Vengo a cobrar.
─ ¡¿A cobrar qué carajos?! Yo no le debo nada a nadie ─exclamó llevándose instintivamente la derecha al revólver.
─Usted no, Aurelio Guerrero.


Y fue en ese momento, al escuchar el nombre, que el comisario volvió al pasado, a la última vez que recordaba haber visto y hablado con su abuelo materno, al que apodaban “El Loco Guerrero” y entendió era inevitable lo que allí iba a ocurrir.


El detective Mijares regresó apenas diez minutos después deseoso de terminar de
escuchar la historia de aquel desconocido que había llegado a la comisaria pidiendo con insistencia reunirse con su jefe, pero apenas al entrar notó que todo estaba envuelto en un absoluto caos, y al tiempo que los cafés caían de su mano corrió desesperado a la oficina del comisario Ramírez, donde encontró algunos de sus compañeros tratando de detenerle la hemorragia del cuello para salvarle la vida. A un costado, con un cuchillo en la mano y tres impactos de bala, observó el cuerpo ensangrentado y agonizante de Camargo, y aunque la imagen le heló la sangre, lo que jamás pudo olvidar de aquel trágico suceso, fue el intenso e inexplicable olor a: incienso, coco y piña que impregnó la oficina del difunto comisario Juan Carlos Ramírez Guerrero durante casi cuatro meses.

Comentarios

  1. Felicitaciones como siempre al estimado paisano Canchico (así le digo de cariño) por este relato breve, interesante con final amargo e inevitable.

    Efectivamente recuerda los barrios de Caracas y evoca el realismos mágico tan latino o caribeño al que estamos acostumbrado.

    Espero las musas te sigan guiando hacia los mejores mundos de la literatura que plasmas con tan buena destreza.

    Cuídate pana.

    Hari.

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