DEPREDADOR

 

 

Muy buenos días, estimados amantes de la  ciencia ficción y el terror. El día de hoy les traemos un relato de Javier Lobo. 

"Javier Lobo" es el pseudónimo tras el que se oculta un escritor andaluz residente en Sevilla. A lo largo de su aventura bloguera ha recibido numerosos premios por parte de otros autores de la Blogosfera, y ha llegado a tener su propio programa de radio, “El Brillo de la Tinta”, en la emisora digital Epika Dial (http://www.epikadial.com/).

Ha participado en diversos concursos, siendo seleccionado para antologías en Diversidad Literaria, Editorial Donbuk, y Editorial Pulpture.

También ha colaborado con las revistas digitales “Círculo de Lovecraft” (números 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10 y 12, así como en los suplementos “Tentáculos y Cuervos” y “Visiones de un Japón Oscuro”), “Vuelo de Cuervos” (número 7), “Aeternum” (Extrahumanos-Mutaciones), o el fanzine de aparición anual “From Outer Space” (números uno y dos).

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 Sin mayores demoras, su relato:

DEPREDADOR
 
    El cuerpo había aparecido retorcido en el suelo en una postura imposible junto al escenario. O, mejor dicho, en el peine de madera en el que los tramoyistas se movían para montar los telones con los distintos escenarios que se intercambiaban durante el desarrollo de las obras a escenificar.
    Lo encontró un bedel mientras limpiaba la escena. Un enorme charco de sangre en las tablas marcaba a modo de macabra equis el punto en el que había tenido lugar la tragedia. Al empleado, un hombre de cincuenta y ocho años que pasaba parte de su prejubilación disfrutando del pequeño sobresueldo que le proporcionaba aquel empleo, le tuvieron que sedar antes de montarlo en la ambulancia que lo trasladó al hospital para tratarlo del ataque de pánico que atenazaba sus miembros. Después de aquello, se dio de baja y no volvió a trabajar más allí.
    Era una escuela privada de gran renombre. Los alumnos que no estaban internos desfilaban cada mañana, descendiendo de vehículos de alta gama en un moderno remedo de las nobles carrozas llegando al castillo del rey. No obstante, no todos los alumnos eran de rancio abolengo, ni mucho menos. Una parte importante estaban becados por méritos deportivos o de estudios, hijos de familias con pocos o ningún ingreso por norma, pero a los que su propio espíritu de superación les llevaba a desarrollar una carrera brillante en algún ámbito.
    Yo era uno de aquellos. Un chico alto y desgarbado pero de complexión robusta, de pelo largo y revuelto y expresión adusta en el rostro hasta el punto de que aún hoy me duelen los músculos de la cara cuando tengo que sonreír, y mirada triste en unos ojos muy bonitos, o eso me dijeron luego algunas chicas, algunas de ellas al cabo de los años, cuando la vida misma había puesto océanos de tiempo y desiertos de distancia entre unos y otros.
    No me relacionaba con nadie en absoluto, aunque sí que tenía algunos amigos en la misma camareta del dormitorio que compartíamos en la residencia de estudiantes. Pero había encontrado en el taller de teatro del colegio una válvula de escape para mi timidez natural. No, no me subía a declamar a Shakespeare ni a Calderón, ni mucho menos. Cada vez que me tocaba ayudar a los actores, me comenzaban a temblar las piernas, rompía a sudar de manera copiosa y tartamudeaba de manera terrible.
    No, lo mío era la tramoya. Cambios de luces, revisar el sistema de poleas para que el cambio de escenarios fluyera y el telón no se atascase cada vez que subía y bajaba entre cada acto, o al final de la función. Hasta había comenzado a hacer mis pinitos maquillando y con alguna caracterización, como en El sueño de una noche de verano.
    No destacaba en nada, y eso me gustaba. No es que fuera de perfil bajo, sino que, directamente, no tenía perfil.
    Mejor así.
    Circulaban algunos rumores sobre mí, la mayoría procedentes de los otros centros por lo que había pasado, y ninguno bueno. Pero mi actitud discreta y mi incurable timidez me habían permitido crear una imagen que nada tenía que ver con la de las habladurías.                                Ahora miraba las luces azules de los coches patrulla y las ambulancias lamiendo la pared del edificio del teatro mientras un montón de policías uniformados cercaban la zona con una cinta plástica con la leyenda “no pasar”, y los sanitarios atendían al bedel que no paraba de gritar con la mirada desencajada y la piel brillante por el sudor.
    No tardó en formarse un corrillo de espectadores curiosos entre los alumnos que estábamos internos en el centro, y las primeras teorías no tardaron en flotar en el aire de boca en boca. Miré a izquierda y derecha mientras buscaba a Raúl, uno de los miembros del taller de teatro, y uno de mis mejores amigos en toda la escuela. De hecho, no le daba la menor importancia a que mi familia no tuviera dinero, ni a las habladurías que había sobre mí. Nos sentábamos a hablar sobre el tiempo, la música, alguna película, o sobre el último cómic que hubiéramos leído. En eso Raúl era una verdadera eminencia, y se había especializado en el manga japonés.
    Yo lo único que podía hacer era tratar de seguir su conversación y, en alguna ocasión, meterme en páginas web en las que poder leer alguna de las obras de las que me hablaba para poder seguirle un poco, pero poco más.
    Era un tipo muy querido en el colegio. Discreto, amable, siempre con una sonrisa en los labios. Siempre con el mismo tono de voz afable, nunca una palabra más alta que la otra. Tenía la habilidad de hacer que todos se volvieran a escucharle apenas separaba los labios, y en el club de teatro le solían dar los papeles de los personajes conductores, esos que resultan tediosos y pesados hasta el aburrimiento pero tan imprescindibles para poder seguir el hilo de la obra sin perderse.
    Pablo, uno de mis compañeros de camareta, con su infalible oído, escuchaba los rumores que le traía el aire y me los iba comentando. Al parecer, ya se hablaba de que el fallecido era un alumno del centro y que había sido despedazado por una bestia feroz, que había pedazos suyos por todo el teatro en un sangriento festival del descuartizamiento que era digno del más macabro de los slashers serie B. Yo, por mi parte, escrutaba en silencio la masa de cabezas azules que miraba con curiosidad el trajín de los hombres de azul y de los primeros detectives de paisano que ya se habían personado en el lugar sin ver a mi amigo por ninguna parte.
    Me llamó mucho la atención ver a Adolfo y a alba entre la multitud, los dos tan distintos y, al mismo tiempo, tan similares, unidos por el hilo de hebra invisible que era su amistad con Raúl. Adolfo era un gigante de más de metro noventa que superaba y por mucho los cien kilos. Estaba en el equipo de rugby, y había sido el responsable de algunos placajes que habían logrado poner a los Leones entre los primeros puestos de la liga, casi a un paso del campeonato nacional. Viéndole, con su rostro agresivo y el pecho tenso y ancho al frente cabría suponer que el tipo era un matón de cuidado con el que no tenía la menor cuenta meterse, pero era todo lo contrario: era un tipo tranquilo y callado, el típico gigante amable que te lleva las bolsas de la compra y al que podías ver leyendo poesía o componiendo sonetos a lo Lord Byron.
    Alba era la encargada de la biblioteca. Llevaba también el taller de lectura y el de los cuentacuentos infantiles —de hecho, este último había sido idea suya, y no eran pocas las madres que traían a los peques los jueves por la tarde a que se les leyera un cuento con el que tenerles entretenidos durante una horita, más o menos—. Era mayor que yo un año,y le quedaba un curso para terminar su periodo en el centro. Siempre discreta y amable, se caracterizaba por ser de pocas palabras, aunque muy atenta y cordial. Su imagen para con los profesores era la de una chica responsable, educada y con una gran inventiva que le permitía afrontar y desarrollar nuevos proyectos con los que engrosar el currículum de la propia institución.
    Pero, al igual que yo mismo, Alba traía consigo una leyenda negra: se decía que era algo ligerita de cascos, por no decir que algunos la llamaban puta directamente a la cara. Hacía no mucho que había tenido problemas con un par de grupos de chicas, o más bien con un par de chicas a las que, supuestamente, les había levantado a los novios y que habían ido a por ella en compañía de sus amigas.
    En el segundo de esos encuentros, Alba pasó una semana en el centro médico de la escuela, con la cara deformada hasta convertirla en un monstruo y un par de costillas fisuradas que no le permitieron respirar con normalidad durante casi un mes.
    No obstante, nada de eso le había quitado la sonrisa de los labios, y siempre daba los buenos días a quien se cruzara con ella.
    En secreto, yo admiraba la curva suave de sus mejillas y el brillo almendrado de sus ojos, y cómo la larga y sedosa melena de color miel se agitaba con suavidad al son de la brisa las frías tardes de invierno. Me gustaban las líneas de su cuerpo, y envidiaba en silencio a quienes presumían de haber recibido en privado sus atenciones, queriendo ser el único que pudiera besar esos labios para siempre.
    Una camilla con una bolsa de color blanco salió del interior del edificio del teatro. Se hizo un silencio sepulcral mientras veíamos cómo se acercaba a un furgón refrigerado para su traslado al lugar en el que los forenses abrirían el cuerpo en canal para descubrir los secretos de su vida y su muerte. La cremallera estaba mal cerrada, dejando caer un reguero de sangre sobre el asfalto, dibujando la trayectoria de su último viaje.
    Entonces se escuchó un prolongado crujido, y una manga apareció por la boca que los dientes de la cremallera dibujaban, como un grotesco sapo engullendo a su víctima. Mis ojos se fijaron sobre su muñeca, absorbiendo cada detalle, y mi respiración se cortó cuando me percaté de que, enroscada alrededor de la articulación, había una pulsera que conocía muy bien, en la que destacaba el logotipo alado de la serie Shingeki no Kyojin.
    El muerto era Raúl.
    Mi cuerpo se estremeció como si me hubieran transfundido agua helada. Algo me atacó las entrañas, haciéndome sufrir un dolor indescriptible. Un furor ardiente me quemó las extremidades, y comencé a verlo todo en rojo.
    No era el único. Vi que los ojos del gigantón Adolfo se llenaban de lágrimas y que su cabeza dibujaba un movimiento de compás de izquierda a derecha en un silencioso gesto de negación. Tenía los brazos cruzados sobre el enorme pecho, y los músculos tan tensos que los bíceps amenazaron con desgarrar la tela de su ropa. A varios metros desde donde se encontraba Adolfo, Alba se llevó la mano al rostro para taparse la boca mientras un reguero de lágrimas brotaba de sus ojos. A mi lado, Pablo comenzó a temblar mientras barbotaba palabras entrecortadas con las que pretendía decir algo que ninguno pudimos entender.                                                                                                                                                                    Entonces el sapo monstruoso de plástico blanco que envolvía el cuerpo de nuestro amigo volvió a crujir, y los dientes de la cremallera se separaron un poco más, y el brazo que habíamos estado contemplando cayó al suelo emitiendo un sonido húmedo. Rebotó un par de veces sobre el asfalto antes de quedar inmóvil, con la mano crispada en un gesto de dolor infinito que la muerte había dejado a modo de impronta sobre su cuerpo en el momento final.
    El rumor sobre que la víctima había sido descuartizada comenzaba a cobrar peso.
    Se escucharon varios gritos, y algunos desmayos fueron seguidos por el coro de las arcadas que estallaban en vómito salpicando el suelo o a quien tuvieran el infortunio de tener más cerca. Un operario recogió la extremidad a toda velocidad, introduciéndola de nuevo en el sudario de plástico y cerrando con violencia la cremallera antes de meter la camilla en el transporte y salir de allí a toda velocidad mientras los móviles sacaban fotos y vídeos que un rato más tarde estarían pululando por las redes sociales.
    Me iba a ir de allí cuando algo llamó mi atención. Entre el marasmo de cabezas que había en el lugar, una sombra se movió a toda velocidad dejando una estela rojiza en el aire, antes de deslizarse sobre una de las paredes de la torre del reloj del campanario y desaparecer a la vista entre los destellos de las luces azules de la policía.
    Me acerqué al lugar, movido por la curiosidad, buscando qué había originado esa imagen, pero no encontré nada. Sin embargo, cuando ya me iba a ir del lugar, acuciado por el dolor de cabeza que me provocaban los rumores que bisbiseaban mis compañeros, un tenue destello entre los matorrales que rodeaban la torre del campanario llamó mi atención.
    Me agaché entre las matas, descubriendo una libreta negra manchada de tierra y algo doblada por la humedad. Era el libro de notas que había acompañado a Raúl todo el tiempo y en el que lo apuntaba casi todo. Era una suerte de diario sobre sus vivencias en el internado.
    Mirando furtivo a un lado y a otro, me lo guardé bajo el abrigo y me encaminé a los dormitorios a toda velocidad. Más tranquilamente, ya en mi litera, comencé a leer los registros íntimos que mi amigo había anotado entre sus páginas y, entre sus muchas notas, pude enterarme que era homosexual pero que no lo expresaba abiertamente por miedo al rechazo y a posibles represalias por parte de la dirección del centro.
    Igualmente, hacía mención a su amistad con Alba, y expresaba su amor hacia mí, para mi mayúscula sorpresa. Fue entonces cuando algunas cosas se me hicieron evidentes y cuando pude entender otros muchos gestos de mi amigo al que, para mi desgracia, no fui capaz de ver en su totalidad.
    Aproximadamente a la mitad del libro, el tono del mismo cambiaba. Al parecer, había accedido a un ala remota de la biblioteca donde había una serie de libros que no se ponían al alcance de todos los lectores de la escuela. Según parece, la escuela en tiempos fue un seminario en el que se albergaban muchos pergaminos olvidados y volúmenes de saberes prohibidos y vetados a casi todos los lectores. Para poder acceder a esa parte de la biblioteca hacía falta una llave, y esta obraba en poder de la bibliotecaria, la jefa del área de Lengua y Literatura, y ni siquiera Alba podía acceder a la misma, por lo que Raúlse las tuvo que ingeniar para hurtarla a su custodia y poder acceder a esa zona buscando algo que definía como “el grimorio de las sombras”.
    Me quedé pensativo. Ya por aquel entonces me gustaban todas esas movidas, pero un grimorio era una especie de libro de hechizos y encantamientos, que generalmente se solían asociar a las brujas, pero algunos Papas de la Iglesia habían tenido los suyos, y no sé qué podía buscar concretamente mi amigo en una lectura de ese tipo, cuando adoraba leer mangas porque le permitían evadirse de la realidad cotidiana y sumergirse en nuevos mundos que poder explorar.
    Luego los apuntes se volvían una verdadera locura de comentarios inconexos y un sinfín de referencias a una puerta que abrir, y una oscuridad que aguarda al otro lado. No entendía a qué se refería mi amigo; de hecho, estaba conociendo una faceta oculta que no me habría podido imaginar jamás de él.
    Asombrosamente, conjuro me parecía de lo más sencillo. De hecho, lo único que había que hacer era recoger una serie de yerbas bastante comunes que podían encontrarse en casi cualquier parte y quemarlos en un caldero durante una noche de luna llena.
    Un escalofrío me recorrió la espalda. Mi mente se llenó de recuerdos en los que veía a Raúl hablándome de mangas de hechicería, o me preguntaba si conocía alguna que otra planta —a mí me sacan de las espinacas y no sé nada más del verde del suelo—, y consultando un calendario lunar en el que poder seguir las fases del astro.
    De golpe, como en casi todos los aspectos de la vida, las piezas encajan de golpe cuando menos te lo esperas, cuando nadie se acuerda, o cuando ya ha pasado la tormenta y reina la calma, pero el poso de la tempestad sigue agitando la mente negándonos una y otra vez el descanso que tanto necesitamos.
    Al día siguiente fui al edificio del teatro. Seguía sellado por la cinta policial que se agitaba al compás del frío aire de febrero. Allí estaba yo, grande, desgarbado, serio y con la mirada triste, cerrando y abriendo los puños dentro de los bolsillos de mi abrigo sin saber a ciencia cierta qué hacer, pero temblando de rabia en mi interior, y casi podía escuchar el rechinar de la piel de mis puños cada vez que los apretaba.
    Crucé en silencio la línea policial sintiendo las miradas curiosas y asombradas de los que me miraban. Caminé despacio por los pasillos hasta llegar al escenario, fijándome en todos los detalles. No tardé en encontrarme las primeras gotas de sangre salpicando el suelo y las paredes, y un gran charco de sangre tras una de las esquinas. Evidentemente, Raúl había tratado de escapar de su agresor buscando un lugar que conocía y en el que se sentía seguro como era el teatro, lleno de recovecos y esquinas tras las que esconderse.
    Me lo pude imaginar chillando de dolor mientras era agredido, sosteniéndose el brazo herido mientras trataba de escapar. Supuse que la primera herida se había producido en un brazo por el trazado de gotas de sangre que había quedado impreso sobre el techo y por las paredes, dibujando una sanguinolenta y macabra espiral como las que dibujaba Ito Juni en Uzumaki.
    Llegué al escenario. El rastro de sangre se intensificaba a medida que se acercaba al escenario. La impronta de una mano empapada en sangre era un tatuaje sobre la concha del apuntador a la que seguí un zigzag sobre el entarimado hacia la tramoya. Deduje que se había mareado por la pérdida de sangre. Seguramente ya tiritaría de frío y su visión no sería más que un cúmulo de borrones difusos, pero aún así continuaba con su alocada fuga.
    Entonces, en mitad de la escena, un charco de sangre descomunal, a unos metros del reguero en forma de zeta que nacía del manchurrón del puesto del apuntador. Levanté la vista hacia el punto del que podía partir la mancha, que tenía una forma violenta que lo salpicaba todo a su alrededor. Un foco en las alturas, junto al peine de madera, iluminaba el centro de la escena con una intensa luz blanca, sin filtros de color que suavizaran el chorro de luz. Un fulgor en blanco nuclear que lo disolvía todo a su paso, y que solo las partículas de polvo en suspensión atravesaban como mudos testigos de lo que había sucedido.
    Al caminar entre las bambalinas me encontré con más manchas de sangre por el suelo y las paredes hasta llegar a la escala que llevaba al área de los focos. Una pátina de color oscuro la embadurnaba, emitiendo una pestilencia desagradable en la que descartaba un característico olor metálico. Imaginé a mi amigo trepando por ella a un brazo, casi sin resuello, más muerto que vivo, tratando de huir de su perseguidor.
    Me gustan las películas de terror. He visto cientos, puede que miles, desde obras de arte y clásicos inmortales, hasta bazofias que eran un desperdicio de celuloide y que no se merecían más que el olvido. Algunas eran verdaderos festivales splatter en los que las salpicaduras de la sangre a toda velocidad eran el único aliciente de las mismas. Pues fue gracias a aquellas películas que pude ver la escena que se abría ante mis ojos de otra manera.
    Raúl tendido en el rastrillo de madera, tratando de no caerse por entre los huecos y precipitarse a unos diez metros por debajo de donde me encontraba ahora, aunque estoy convencido de que hubiera sido mucho mejor, ya que se habría roto el cuello y su muerte habría sido infinitamente más rápida que la que tuvo. Encontré algunos restos de piel y carne adheridos a la sangre que servía de pegamento sobre la madera del pasamanos, o sobre los focos.
    El rastro de sangre era un fardo que se arrastraba de manera penosa sobre las vigas de madera hasta que se producía la orgía de sangre en la que el depredador había dado cuenta de su presa. No necesitaba ser forense para saber que a Raúl se lo habían comido vivo y que había tenido una agonía terrible hasta que la Parca tuvo a bien apiadarse de su alma, o de lo que quiera que cruce al otro lado.
    Pude ver la imagen del depredador, enorme y bestial, sobre el cuerpo más bien frágil de mi amigo, golpeando y mordiendo como una bestia salvaje, arrancando los pedazos de carne de su cuerpo a dentelladas mientras Raúl aullaba de dolor. Las manchas en el techo, las paredes, el cordaje, las maderas... todo chillaba dolor y venganza, y me permitían ver cada uno de los movimientos que la monstruosa bestia había efectuado durante su pitanza antropofágica.
    Pisé con cuidado sobre el peine y reparé en algunos detalles más. Pensé en que, a lo mejor, y solo a lo mejor, todo esto tenía que ver con aquel extraño libro que Raúl había podido sacar de la biblioteca según expresaba en su propio diario, y que alguien del centro había dado una lección ejemplarizante con el pobre infortunado.                                                                Otra posibilidad que se me pasaba por la cabeza era que hubiera efectuado el ritual del hechizo que había descrito en su diario, y que la cosa se le hubiera ido de las manos, y la sombra que aguardaba al otro lado hubiera sido el monstruo causante de la tragedia.
    Agité la cabeza. No creo en iglesias ni en dioses, cuando menos en supercherías y cuentos de brujas y demonios, aún cuando el estudio de ese tipo de ciencias ocultas me pueda resultar, cuando menos, divertido. No, en el lugar había un depredador monstruoso que se nutría de carne humana y que caminaba a dos patas como uno más de cuantos nos encontrábamos en el centro, y tenía que descubrirlo.
    Parpadeé. ¿Tenía que descubrirlo? ¿Me había atribuido el puesto del Sherlock Holmes del cole yo solito, así por las bravas? No, la Policía se encargaría de ello. Tenían los medios y el personal adecuado para hacerlo, y yo solo era un chaval de dieciséis años con más cuerpo que cerebro jugando a ser Mike Hammer.
    O como hubiera dicho Raúl, jugando a ser Detective Conan o Blacksad.
    Salí de allí. No podía averiguar nada más dado que no podía recoger muestras que analizar en mi laboratorio secreto, ni mi inteligencia daba para mucho más. Cuando llegué a las puertas que cerraban la sala del teatro, me percaté que, sobre el suelo, había una serie de manchas oscuras y violentas, nada que ver con el desgaste habitual de abrir y cerrarlas durante las actuaciones.
    Observé con detenimiento el marco de la puerta. Estaba algo doblado, lo que me chocó, por lo que solté los cierres electromagnéticos para que se abatieran las láminas de metal. Para mi sorpresa, había una enorme abolladura en el mismo centro, como si algo de gran tamaño hubiera impactado con una fuerza descomunal contra las puertas. Vi unas manchas de sangre sobre la superficie metálica, lo que me permitió recrear otra imagen en mi mente: Raúl jadeando agotado, apoyado sobre las puertas, cuando ve al depredador, por lo que se encierra en el teatro, bloqueando las puertas sobre las que embiste el otro.
    Pasé una mano sobre las planchas de metal abolladas. Fuera lo que fuese, era algo de un una fuerza extraordinaria, suficiente como para doblar el metal.
    Fui a colocar de nuevo en su sitio las puertas cuando un fulgor rojizo al otro lado me sobresaltó. Dejé caer las puertas un instante antes de volver a empujarlas para ver bien aquella luz. Una sombra de gran tamaño se deslizaba sigilosa pero ágilmente en la tenue penumbra que inundaba la sala hasta desaparecer tras las columnas que sujetaban en el vacío los palcos.
    Una de las candilejas estalló de repente, y una macabra carcajada llenó el aire. El fulgor rojizo volvió a brillar en el patio de butacas, muy a ras de suelo, casi pegado a la gran alfombra, y un intenso golpeteo me anunció que aquella cosa avanzaba hacia mí a toda velocidad. No podía verlo más allá de una sombra enorme y del inquietante brillo de color rojo que venía a por mí.
    Cerré las puertas asustado y salí corriendo del edificio a toda velocidad. Afuera, una tormenta arreciaba. El cielo estaba encapotado de gris y algunos rayos zigzagueaban por entre las nubes antes de que el martillo de Thor hiciera retumbar la tierra. Jadeando, con los puños apretados, me di la vuelta tras la línea policial y me dispuse a esperar.                                Un paraguas se interpuso entre la lluvia que me calaba hasta los huesos y yo. Luis era el prototipo de estudiante modelo: alto, guapo, inteligente, simpático, destacando en el campo académico tanto como en los deportes. Para muchos, estaba destinado a hacer grandes cosas en la vida. Era hijo de un político y ya militaba en las Juventudes del Partido al que su padre representaba a nivel autonómico, a la espera, quizás del salto a la política nacional.
    Y era el galán de la mayoría de las obras de teatro que se escenificaban. De hecho, también era el capitán del equipo de esgrima, y esa habilidad le había servido para poder convencer al director del taller de teatro para escenificar una adaptación de las novelas del Zorro escritas por Johnston McCulley. De hecho, se había convertido en una suerte de coreógrafo de escenas de acción en las que hubiera que emplear la espada.
    O sea, lo tenía todo. Lo contrario a mí. Y por tener todo, se rumoreaba que Alba y él tenían algo más que palabras en los cambios de clase y en la biblioteca cuando iba a consultar algunos volúmenes en la época de exámenes.
    Estuvimos hablando un rato, reprochándome como un hermano mayor mi acción de colarme en la escena de un crimen. Le conté de manera atropellada mi experiencia de hacía tan solo unos instantes, lo que provocó una intensa carcajada por su parte, riéndose de mí por creer en monstruos. Cuando nos separamos para irnos cada uno a nuestro bloque de dormitorios, me percaté que la sombra me había seguido, y que el fulgor rojizo no me perdía de vista.
    Al día siguiente nos fuimos al polideportivo para la hora de educación física. Un grito de espanto nos heló la sangre en las venas a todos: un cuerpo yacía en mitad de la cancha, bocarriba, tendido sobre un charco de sangre. Me acerqué sin sentir el miedo ni la aprensión propia de estas situaciones, descubriendo el cuerpo sin vida de Luis, con el cuello abierto a dentelladas hasta dejar expuestos a la vista los huesos sanguinolentos de las vértebras. En su mano derecha, un sable como el que tenía previsto usar para la obra del Zorro, pero la hoja del arma estaba manchada de sangre en varios puntos.
    En mi mente recreé la situación: Luis había venido a practicar para la obra y había sido atacado por el depredador. No obstante, había logrado defenderse, llegando a herir a su atacante varias veces con su hoja. Pude ver algunas gotas de sangre sobre el parqué alejándose del cuerpo exangüe de Luis.
    Las seguí a toda velocidad mientras los profesores trataban de mantener la calma entre los alumnos que no cesaban de chillar y murmurar inquietos. Una sombra se escurrió tras la puerta de los servicios y, sin pensármelo dos veces, la seguí. Crucé los baños y llegué hasta la sala de calderas, donde un quejido de metales retorciéndose me anunció que la cosa estaba allí dentro. Sigilosamente, abrí la puerta para descubrir que la reja de la ventana al fondo del cuarto había sido arrancada de cuajo, y que la sombra se escurría por ella en silencio.
    La alcancé jadeando por la tensión, pudiendo ver a un cuerpo enorme que se iba del lugar renqueando de una pierna. Entonces, se dio la vuelta, y los ojos rojos inyectados en sangre de Adolfo me miraron con odio infinito y una sonrisa afilada enmarcada en sus labios pintados de escarlata me anunciaron que yo sería el siguiente en su menú caníbal.                                    Los días siguientes fueron un trajín del juego del atrapar. Me dejaba ver por todas partes en las que Adolfo pudiera estar con el objetivo de hacerle saltar, ponerle nervioso ya que era el único que sabía su macabro secreto. Por las noches, cuando se cerraban las residencias de estudiantes y los bloques de dormitorios permanecían a oscuras, podía ver el brillo escarlata de sus ojos y la macabra sonrisa relumbrando en las tinieblas, entre los jirones de niebla, a la luz mortecina de las farolas.
    Uno de los días fui a la biblioteca para hablar con Alba, ya que quizás ella pudiera decirme algo sobre el siniestro libro al que Raúl se había referido como el grimorio de las sombras. Di un respingo cuando, apoyado sobre el mostrador, compartiendo susurros con mi amiga, vi el enorme cuerpo de Adolfo, que se dio la vuelta y me dedicó otra de aquellas miradas asesinas que nadie hubiera supuesto que habría podido tener.
    Me detuve, especialmente al ver que, mientras Alba se inclinaba a revisar algo en el ordenador, la manaza del mastodonte se extendía sobre la nuca de la chica y se cerraba con lentitud, permitiéndome escuchar con claridad meridiana el rechinar de su piel bajo la enorme presión que ejercían sus dedos en una amenaza sigilosa de lo fácil que le sería partirle el cuello a mi amiga.
    Me di la vuelta pero, antes de irme, me percaté de que en un carrito cargado con numerosos volúmenes había una campanilla. La sujeté en alto, creando con mi brazo una especie de cuello de cisne, pasando el brazo libre a la altura del codo. Adolfo me miró en silencio, respetando el mutismo de la biblioteca, y asintió para confirmarme que me había entendido.
    Esa misma noche me escabullí de los dormitorios y, furtivo entre las sombras, me colé en la torre del campanario, que era la figura que había tratado de imitar con la forma de mis brazos en la biblioteca. Para mi sorpresa, Adolfo ya estaba allí, pero la voz con la que me habló no era la que usaba habitualmente. Era algo más oscuro, más siniestro, con una profundidad que le era impropia, ya que siempre hablaba en voz baja y con un tono suave y delicado.
    Me habló de que había ayudado a Raúl a hurtar el grimorio de esa ala remota de la biblioteca que casi nadie conocía, de cómo habían buscado juntos las hierbas durante sus paseos por los alrededores del colegio, entre los montes que lo rodeaban, y de cómo le había confesado a nuestro amigo el más ambicioso y profundo de sus secretos: que el gigante amable y educado estaba enamorado de él desde el principio.
    Pero Raúl no podía verlo más que como un amigo, y que solo de esa forma sería capaz de amarle. Fue una negativa dulce, pero el rechazo hizo arder la ira en su corazón.
El ritual estaba en ese momento en su clímax, y el siniestro portal ya se había formado y humeaba en el aire. La oscuridad que aguardaba al otro lado sintió la presencia de los dos adolescentes, pero el ardiente rencor provocado por el rechazo amoroso llamó su atención poderosamente. Eso, y algo más: durante años, Adolfo había estado conteniendo una serie de brutales impulsos homicidas que le habían ocasionado problemas en alguna ocasión, por lo que la sombra le eligió a él.
    Y la sombra llevaba eones sin comer, y se alimentó por boca de Adolfo.                                    El que hasta entonces había considerado como uno de mis amigos se alzó en toda su altura y cargó contra mí como hacía en el campo de rugby. Fue una pelea fiera en la que ni se pidió ni se concedió cuartel. Como dije al principio, había una leyenda negra en el lugar sobre mí: que, antes de entrar, había sido un delincuente juvenil peligroso. Lo del delincuente, más bien no, pero lo segundo... digamos que siempre he tenido problemas con mi autocontrol, y que los deportes de contacto me han fascinado desde que tengo uso de razón.
    Al final, Adolfo se despeñó cuarenta metros abajo por la fachada de la torre del campanario, estampándose en el suelo como una tortilla sanguinolenta. A mí me encontró la policía semiinconsciente, con el rostro deformado por los golpes y algunos desgarros ocasionados por las mordeduras con las que el caníbal había tratado de desgarrarme el cuello.
    Durante mi estancia en el hospital, Pablo vino a verme y me puso al día: habían registrado el cuarto de Adolfo, encontrando lo que los investigadores llamaron trofeos de caza: pertenencias de Raúl y de más personas, porque, por lo que se ve, estuvo depredando por el campus algún tiempo, pero nadie había descubierto nada hasta ahora.
    Entre las víctimas estaba Alba. Le había roto el cuello apretándolo con sus manos hasta que le saltó las vértebras, y luego había devorado parcialmente el rostro y los pechos durante su macabro festín. Tenía los ojos muy abiertos cuando la hallaron. También se encontró una grabación: empezaba siendo una toma de apuntes, pero luego se escuchaba cómo llamaba a Adolfo, los gruñidos del depredador, y cómo, entre estertores, mientras las cervicales crujían y se le iba la vida, pronunciaba mi nombre.
    Yo me libré de la acusación de homicidio por la investigación policial, y dijeron que lo mío había sido legítima defensa. No obstante, lo que nunca dije fue el espanto que vi durante la interminable caída de Adolfo: se giró en el aire para mirarme, y sus ojos del color de las brasas me sonrieron de manera macabra. Entonces la sombra se deslizó fuera de su cuerpo y se escabulló por los grandes sillares de la fachada... hasta que entró en mí.
    Y conmigo sigue. No obstante, creo haber sido más listo que Adolfo o que Raúl, ya que me decanté por una profesión en la que siempre me juego la vida y donde tengo la oportunidad de otorgarle trofeos sobre los que depredar. Siempre le doy de comer a los malos de la sociedad, así que, en realidad, estoy haciendo un bien social.
    Elimino la morralla, canalizo mi agresividad, y alimento a una sombra demoníaca que descontrolada sería fatal para todos nosotros.
    Sigiloso, oculto a simple vista, lo observo todo, y ataco.
    Soy el depredador del grimorio de las sombras.

 

 

 

 

 

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