"SEIR IADOC"

 

    Muy buenos días, estimados amantes de la ciencia ficción y el terror. El día de hoy les traemos otro relato, titulado "Seir Iadoc", de autoría de Christian Calero Salmoral. Lo pueden seguir en Twitter como @CaleroSalmoral y en Amazon https://t.co/3XUJNolUM0 pueden consultar su libro "Casi todo".

 

A continuación, el relato:

 

    Ésta es una nota o, mejor dicho, una carta, de suicidio. Soy el único que queda. No estoy seguro de si estoy escribiendo estas líneas porque necesito compartir mi angustia con alguien, aunque sea un trozo de pergamino o si, por el contrario, aún albergo la ilógica esperanza de que sean leídas por alguien. Al fin y al cabo, él tuvo que venir de algún lugar...
    Estoy adelantando acontecimientos. Será mejor que empiece por el principio.
    Crecí en Seir Iadoc, la única ciudad del mundo. Un lugar cuyos hogares están hechos de ladrillos pegados por barro y nada más que barro. Se encuentra situada en el interior de una enorme botella, por lo que ningún edificio tiene techo. ¿Para qué lo iban a tener? El cristal ya nos resguardaba de la lluvia y el frío. Hace no mucho estaba habitada por medio centenar de personas. Ahora solo estoy yo.
    La botella flota con delicadeza sobre un lago. Este lago del que hablo no está formado por agua, sino de una sustancia que los míos conocían como maná. Los libros dicen que es el origen de toda forma de vida. Supongo que debería explicar más sobre los libros. Los habitantes de Seir Iadoc son... Eran los únicos humanos del mundo. No hay nada más y, sin embargo... Perdón, me estoy adelantando otra vez.
    Teníamos... Tengo registros que detallan la flora y fauna del planeta, el ecosistema, el espacio exterior, etc; pero no mencionan ni una palabra sobre el origen de la raza humana, la ciudad, el maná o por qué estábamos solos.
    Los humanos recorrieron todo el globo en el pasado, pero no encontraron nada de nada. Aun así, existen dos casos documentados de forasteros. Uno soy yo. Uno de los habitantes de Seir Iadoc me encontró flotando en maná cuando era un bebé. Fue mi figura paterna desde ese instante hasta que falleció... No sé nada acerca de mis padres biológicos, de dónde provengo, por qué me abandonaron o cómo lo hicieron sin dejar rastro alguno. Lo único que conservo de mis orígenes es un collar en forma de «j». De ahí mi nombre, Jota.
    Si esperas respuestas a estas pregunta lamento decepcionarte: No las tengo. De hecho, ha sido mi incesante búsqueda de las mismas lo que me ha llevado a esta situación...
    La botella que contiene Seir Iadoc está inclinada, por lo que su cuello recae sobre una montaña. De esta forma, sus habitantes podíamos entrar y salir cuando quisiéramos. Si mirases hacia abajo, verías a los peces nadando al otro lado del cristal.
    Solía vivir con Kharon, mi padre adoptivo. En lo que a mí respecta, él fue tanto mi padre como mi madre. No necesito saber nada sobre mi familia biológica y, de hecho, jamás hubiese buscado respuestas de no ser por lo que sucedió hace dos meses. Acababa de desayunar y desperezarme cuando fui a la cocina a coger la escoba con la intención de barrer la suciedad de casa como hacía todos los días. Por las noches puedes dormirte mientras contemplas las estrellas y, por las mañanas, toca limpiar el polvo que, de alguna forma, siempre se las apaña para infiltrarse en la ciudad.

    No llevaba ni un minuto zarandeando la escoba de un lado a otro cuando una pluma, entre blanca y amarilla, descendió ante mis ojos, rozando mi nariz antes de caer al suelo. Dada la estructura de Seir Iadoc, eso era imposible, por lo que alcé la mirada al cielo para ver qué sucedía. Tal vez alguna especie de ave había terminado atrapada en su interior. Lo que vi no fue ningún pájaro. No. Se trataba de un orbe negro. De él surgían seis alas, tres en dirección a la izquierda y otras tres en dirección a la derecha. Del nexo de unión entre ellas sobresalían unos hilos, también negros, que me recordaron a los músculos que los seres humanos tienen detrás de los globos oculares.
    Me quedé petrificado. No fui el único, ni mucho menos. Todos los habitantes de Seir Iadoc estaban perplejos. Unos pocos fueron capaces de expresar sus pensamientos en voz alta: «¿Qué es eso?, ¿Cómo ha entrado?»... Fui incapaz de reaccionar hasta que mi padre se acercó preguntando a qué se debía el jaleo.
    El ojo desapareció y volvió a aparecer frente a mí. Papá grito: «¡Cuidado!» y me apartó de un empujón. El ojo brilló y, un segundo después, emitió un rayo que diezmó todo cuanto había en su trayectoria. Calcinó a mi padre y mi hogar en un instante. El rayo continuó avanzando, destruyendo todas las casas situadas detrás de la mía. Por último, abrió un enorme boquete en el muro de cristal de la botella y desapareció en el horizonte.
    Reaccioné de forma estúpida e impulsiva. Ataqué al ojo con la escoba, la cual, como era de esperar, se partió en dos. El ojo se giró hacia mí y preparó su rayo una vez más. Me dio de lleno. Perdí el conocimiento. Como deducirás por el hecho de que estoy escribiendo estas líneas, salí ileso.
    Sin un rasguño.
    Lo primero que vi al despertar fue a Farris cargando a los heridos hasta el exterior. Me incorporé lo suficiente como para sentarme a analizar la situación. Seir Iadoc estaba envuelta en llamas y humo negro. Pese al boquete, aún se mantenía en pie. No había rastro del ojo.
    Al ver que había despertado, Farris se acercó y dijo:
    —Si te encuentras bien, ¿podrías echarme una mano?

    Asentí sin decir nada. Al contrario de lo que pueda parecer, no soy muy hablador. Ayudé como pude y poco a poco sacamos a todos los supervivientes. Apenas una veintena, casi todos adolescentes como yo. Para cuando terminamos ya había caído la noche. Creo que todos sabíamos que deberíamos haber recogido la comida y los objetos útiles que no hubiesen sido pasto de la llamas, pero, aun así, la mayoría solo quería dormir. Me senté en el mismo sitio en el que había despertado. No podía apartar la mirada de las ruinas de Seir Iadoc. No dejaba de pensar: «¿Por qué?».
    Farris se erigió como líder al segundo día. Dejando de lado al borracho del pueblo, era el más mayor. Poco a poco se organizaron partidas de caza, grupos para recoger agua y fruta, arar la tierra... Todos en Seir Iadoc eran granjeros, pescadores, cazadores o recolectores de alguna clase. De ahí la petición que me hicieron.
    Me había pasado toda la noche mirando la ciudad, escuchando los murmullos del resto:
    «Sigue ahí».
    «Es normal, ha perdido a su padre».
    «Todos hemos perdido a alguien».
    «Además, no era su verdadero padre».
    «Calla».
    Farris me preguntó si podría entrar en la botella e ir a mi casa con Ava. Papá era el único herrero de Seir Iadoc. Se encargaba de fabricar las herramientas para todos los demás, por lo que Farris quería que mirase entre las ruinas de mi hogar para ver si quedaba algo de utilidad. Le dije que sí, que echaría un vistazo, pero que me marcharía en cuenta le hubiera dado lo que encontrase, si es que encontraba algo. Cuando me preguntó por qué, respondí en mi cabeza que quería respuestas pero, ¿acaso era cierto? Siempre había querido recorrer el mundo. Pese a que me entristecía la muerte de papá (Aún lo hace), ahora podía hacerlo. Ya no tenía ni una familia ni un hogar. Era libre.
    Ava era una chica con un aspecto físico espectacular. También era más tonta que un saco de piedras. Nunca tuve interés en ella más allá de su atractivo y, dado que nunca habíamos hablado hasta ese momento, asumo que el sentimiento era mutuo. Pasó todo el viaje hasta las ruinas de mi casa más arrimada de la cuenta.
    No encontramos nada de nada. Ése, y no otro, fue el principio del fin. Mucho más que la destrucción de Seir Iadoc o la muerte de mi padre. Pensaba partir de todas maneras y así se lo hice saber a todo el que me preguntó. No fueron muchos. Solo Farris y Ava. Me puse en marcha al llegar el conticinio. Apenas sí me había adentrado en el bosque cuando la tierra que pisaba se derrumbó.                                                                                      

     Desperté en el interior de una fosa, cubierta por una trampilla hecha de troncos de madera. Desconozco cuándo tuvieron tiempo de construirla, cuánto tardaron o cuántas horas habían pasado desde que intenté marcharme. ¿Me habían pedido que fuese a buscar las herramientas solo para entretenerme? Parecía poco probable. Se me ocurrió la posibilidad de que Ava solo quisiera seducirme por el mismo motivo pero, a raíz de eventos posteriores, o bien no fue así o bien terminé gustándole de verdad. En cualquier caso, quienes me habían encerrado no eran otros que Farris y su hombre de confianza, Pangiec.
    —No podemos dejar que te marches, Jota. Supongo que te estarás preguntando por qué te hemos retenido. Hay dos razones. La primera es que eres hijo del que era nuestro único herrero, así que debes tener al menos unas nociones en la materia. Queremos dos cosas: Que nos fabriques herramientas y que nos enseñes a fabricarlas.
    —Ni os fabricaré ni os enseñaré nada.
    —La segunda razón es que saliste ileso de un ataque directo de ese orbe. Eres especial. Si vuelve a aparecer, estaría bien contar con alguien que se ha enfrentado a él y vivido para contarlo. Los más pequeños ya te llaman héroe, fíjate tú.
    Ni era un héroe entonces ni lo soy ahora.
    —No pienso construiros ni enseñaros nada. Si esa cosa vuelve, perfecto. Por mí os puede matar a todos. ¿Crees que voy a acceder a colaborar para que me saques de aquí? ¿Cómo de diminuto es tu cerebro? Soy el único que sabe usar la forja. Si muero, no podréis construir nada. Tarde o temprano tendrás que sacarme y lo harás a cambio de nada. Estás tan atrapado ahí fuera como yo aquí dentro.
    —Eres muy hablador cuando te enfadas. Es bueno saberlo. Por ahora te quedarás ahí sin beber ni comer nada. A ver cuánto tardas en cambiar de parecer.
    Echando la vista atrás, no estoy seguro de por qué me negué tan rotundamente. Quizás estuviera canalizando la ira causada por la muerte de mi padre. Tal vez fuera simple orgullo o terquedad. Podría haberle dicho a Farris que aprendiese con los libros de herrería, suponiendo que no se hubiesen quemado todos, claro.
    Esa noche no dormí. Ni las dos siguientes. Tampoco comí ni bebí nada. Sabía cuántos días habían pasado contando la cantidad de veces que salía el sol. Siempre había dormido, bebido y comido, pero no tardé en darme cuenta de que no lo necesitaba. Dos semanas después seguía tan fresco como una lechuga.
    Lo peor de estar encerrado era la monotonía. Farris venía a hablar conmigo de vez en cuando, aunque sus visitas eran cada vez menos frecuentes. No era de extrañar. Nuestras charlas siempre se desarrollaban de la misma manera. Los mismos argumentos, una y otra vez.
    Mi tercer Lunes en la jaula dio comienzo despertándome con los gritos de terror de los... Supongo que los debería llamar los hombres y mujeres de Seir Iadoc. Como he dicho, no necesitaba dormir, pero seguía haciéndolo. En parte para disimular, en parte porque era la mejor forma de pasar el tiempo allí dentro. Cuando alcé la mirada, protegiéndome los ojos del sol con el antebrazo, vi las siluetas de los pequeños tratando de abrir la puerta de mi celda.
    —¿Qué hacéis?
    —Tienes que ayudar a Farris y a los otros... —respondió un niño
al borde del llanto.
    —¡Esa cosa ha vuelto!
    El más mayor o, por lo menos, el más alto, me lanzó una cuerda, por la que trepé como pude. Le pregunté en qué dirección estaba el ojo y eché a correr. Pensé que tal vez un segundo encuentro con la criatura me proporcionaría algunas respuestas.
    Cuando llegué a su altura, el ser estaba atacando a Ava, la cual corrió a refugiarse detrás de mí. El ojo se acercó. Antes de que pudiera cargar su rayo, le propiné un puñetazo. Mis nudillos atravesaron el orbe negro y las esquirlas se clavaron en mi mano. Una sensación parecida a un cosquilleo doloroso recorrió todo mi cuerpo, tirándome al suelo. El ojo ya no se movía, pero de él saltaban chispas sin cesar. Tirado en el suelo, me lo quedé mirando hasta que los rayos se apagaron. Me pareció que se estaba desangrando.
    La noche en la que destruí al ojo fue la primera en la que todos dormimos tranquilos. Me prepararon una fiesta como pudieron, me colmaron de vítores y aplausos y me acosté con Ava, pero no sentí nada. Físicamente resultó placentero, sí, pero en un sentido, digamos, emocional, todo cuanto noté fue vacío. Tal vez fue la falta de amor... Supongo que carece de importancia, considerando que moriré pronto. Nadie se atrevía a intentar retenerme y, no obstante, nunca me había sentido tan unido a Seir Iadoc. Seguía teniendo intención de partir pero, si había esperado tres semanas, podía esperar un poco más. Ojalá me hubiese marchado esa noche. Si lo hubiera hecho, quizás el resto seguiría con vida.
    Pasaron varios días sin novedades. Accedí a enseñarle a los demás el oficio de herrero. Supongo que descargué toda mi ira contra el ojo. La mayoría ya se las había ingeniado para pescar, arar... Por lo que nuestra prioridad fue fabricar armas por si aparecía otro de esos seres, fueran lo que fueran. Pensé que era improbable pero, una vez más, estaba equivocado.                                                        Otra de esas cosas hizo acto de presencia en el campamento tres días después. Esta vez eran cuatro anillos gigantes entrelazados entre sí. En el centro había otro orbe negro.
    Las armas que habíamos fabricado no sirvieron para nada. El anillo era lo bastante inteligente como para salir de nuestro radio de alcance. El anillo desapareció y volvió a aparecer enfrente de Ava. Igual que había sucedido con mi padre, la calcinó en un instante. En una milésima de segundo, ya no estaba. Los demás tiraron las armas y huyeron despavoridos. Me quedé donde estaba. Era muy feliz. Era otra oportunidad de obtener respuestas. Mi intención era capturar al anillo con vida.
    El anillo, sin embargo, tenía otros planes. Salió de mi vista en un abrir y cerrar de ojos. Un destello dorado apareció a lo lejos, en la montaña. La última vez no lo había visto, ya fuera porque perdí el conocimiento o bien porque no se podía ver desde mi casa. Farris me arrastró con él, aunque estoy seguro de que estaba más asustado que yo.
    Cuando los pequeños se durmieron, Farris reunió a los adultos para discutir cuál sería el plan. Les hablé del destello que había visto y me dispuse a partir hacia la montaña, a ver qué encontraba. En mi mente apareció la imagen de uno de los niños, que me había pedido que rescatase a Ava. En ese momento no creía que hubiera nada que rescatar y, si lo había, no era prioritario. Asentí de todos modos.
    —¿Estás loco? ¡Está claro que es una trampa! —protestó Farris.
    —Lo sé.
    —¿Entonces?
    —Entonces nada. Soy el único que puede ir.
    —¿Por qué? ¿Por qué saliste ileso la primera vez? ¿Cómo sabes que no fue suerte?
    Le tenía justo donde quería.
    —¿No era precisamente por eso por lo que querías que me quedara?
    No hubo respuesta, porque no la podía haber. E incluso si Farris hubiese dicho algo más, si hubiera intentado impedírmelo, aún me quedaba una carta. Podía contarle lo que me había pedido uno de los pequeños. Uno de esos retacos que me consideraba un héroe. Estoy seguro de que habría cedido, pero no hizo falta decir nada más.
    El camino a la montaña me proporcionó mucho tiempo para pensar. Tenía mis teorías, pero no tiene sentido compartirlas. No cuando estoy apunto de contar todo cuanto sé. Que no es mucho. Me detuve a mitad del sendero que llevaba a la cima. Allí había algo que solo puedo describir como una puerta, grande, de un color azul intenso. Sobre la misma había un orbe similar al de los seres, solo que mucho más pequeño. De él salió una luz roja, pero, igual que la primera vez, no me hizo nada. Las puertas se abrieron y entré. No titubeé ni por un momento.
    El interior estaba muy oscuro salvo por...
    Debo aclarar algo a partir de este punto. Dentro encontré cosas que no había visto nunca. Cosas cuyo nombre desconozco. Intentaré describirlas lo mejor que pueda...
    El interior estaba muy oscuro, salvo por una especie de cuadros brillantes. Sé que resulta difícil de creer, pero las imágenes de los cuadros estaban en movimiento, aunque ese rasgo no era el más extraño. Lo más extraño era que las imágenes reflejaban la sala en la que estaba, como si fueran alguna clase de espejo. Pude verme a mí mismo. Incluso llegué a saludarme.
    Recorrí la sala a oscuras, tropezándome con todo, deseando haber tener conmigo una palmatoria y una vela. Encontré otra puerta, igual que la anterior, incluyendo la forma en la que se abrió. Pasé a otra sala, azul, grande y casi vacía. Casi. En una de las paredes había un espejo enorme conectado a un tubo de cristal. De él sobresalía un hueco que daba a un especie de tablón. Ava estaba atada a él.
    Frente al espejo había una figura encapuchada.
    —¿Quién eres? —pregunté.
    Respondió en un idioma que no entendí.
    —¿Eres tú el que controla esos seres?
    Por muchas preguntas que hiciera, no obtenía respuesta. Al menos no en mi idioma. La figura encapuchada se giró en dirección al espejo y tocó algo, imagino que alguna especie de mecanismo. El tablón empezó a moverse, arrastrando a Ava hasta el hueco del tubo. No sé qué me pasó por la cabeza, no sé por qué reaccioné de la forma en la que lo hice, pero me lancé a por ella y la agarré de un mano. Del interior del tubo surgía fuego, un calor intenso que me llegaba a la altura de los codos. Fue doloroso y aún tengo las quemaduras, pero mis brazos siguen funcionando como si tal cosa. Puede que ni siquiera sea un ser humano...
    Por mucho que lo intenté, no pude sacar a Ava. Se convirtió en ceniza ante mis ojos.
    Me percaté de que Ava no había muerto al ser atacada por el anillo.
Fueran lo que fueran esos seres, eran usados por el encapuchado para transportar personas hasta su guarida. Allí, las ataba al tablón y las convertía en ceniza. Al hacerlo, el tubo se llenaba un poco de un líquido que conozco muy bien. Lo he visto todos los días desde que tengo memoria. Maná.
    Me giré hacia la figura y la agarré por el cuello. Era un hombre anciano, calvo, con pocos dientes. Sus ojos eran de un azul intenso. Su edad no me resultó impedimento para golpearle una y otra vez mientras gritaba exigiendo respuestas. El anciano dijo una sola cosa en mi idioma. No sé si porque no me consideraba digno o si era lo único que sabía decir en mi lengua. Fueron unas pocas palabras: «Quiero irme a casa».
    Arrastré el cuerpo inconsciente del anciano hasta el tablón y apreté el mecanismo. El tablón se puso en marcha y lo calcinó por completo. El maná del tubo subió un poco. Tuve claro que el objetivo del anciano había sido rellenar el tanque, pero, ¿para qué?
    Sus palabras se repitieron en mi mente: «Quiero irme a casa».
    Día tras día fuimos reconstruyendo la ciudad tanto como nos permitían nuestras posibilidades. Día tras días, las palabras de la figura resonaban dentro de mi cabeza. «Quiero irme a casa». Les expliqué a los otros todo lo que sabía. No quería que nadie se acercase al lugar, así que les dije que no estaba seguro de que no fuera peligroso. Que haría inspecciones rutinarias para asegurarme de que estábamos a salvo. Farris no pareció muy contento con la idea, pero tampoco se opuso. No podía. Había perdido su autoridad.
    Empecé experimentando con animales. Los llevaba hasta la guarida y los echaba al tubo, pero el nivel de maná no subía. Al principio creí que era una cuestión de tamaño, así que fui probando con animales cada vez más grandes o una mayor cantidad de los pequeños, pero el efecto fue el mismo. Los animales no sirven.
    Me acerqué al más pequeño de los niños, el que me había pedido que rescatase a Ava. Pese a que al principio estuvo enfadado conmigo por no haber sido capaz de cumplir con lo que me había pedido, accedió a hacerme un favor. Le pedí que reuniera a sus amigos y los llevase a la puerta de la guarida. Cuando me preguntó por qué, le dije que necesitaba su ayuda para comprobar unas cosas, que sería una aventura. Que no dijera nada a los adultos, aunque para entonces solo había tres contándome a mí.
    Dejar inconscientes a los niños no me costó mucho. Pronto me di cuenta de que, igual que pasaba con el hambre o el sueño, podía soportar cantidades ingentes de dolor. No importaba cuánta resistencia ofrecieran, porque nunca era suficiente. Los eché a todos al tanque y conseguí que se llenase un poco más. Pensé que, si lo llenaba por completo, quizás pudiera ir al hogar del anciano...
    «Quiero irme a casa».
    Tras la desaparición de los niños, organizamos una partida de búsqueda. Le sugerí a Pangiec que tal vez habían ido a la guarida de la montaña en alguna clase de juego infantil. Se lo tragaron con una facilidad pasmosa. Me lo llevé conmigo hasta la entrada y le tiré por el barranco. Mientras sean humanos, da igual si están vivos o muertos. Se dice que el maná es el origen de la vida, después de todo...                                                            

 Sólo quedábamos Farris y yo, así que esperé. Me senté en la guarida y esperé, como una araña a su presa. Farris no tardó mucho en hacer acto de presencia. Tenía una expresión sombría. Me hizo una pregunta cuya respuesta ya sabía:
    —¿Los has matado tú?
    —La mayoría —respondí.
    Farris fue más fácil de matar de lo que esperaba. Estaba demasiado alterado e iracundo como para presentar batalla. Unos pocos golpes me bastaron para tenerlo tumbado en el tablón. Lo había dejado encendido anticipando su llegada.
    El anciano secuestraba personas para llenar el tanque. Eso está claro. De dónde vino, por qué, cómo o cualquier cosa relacionada con sus, digamos, ayudantes, sigo sin saberlas. Encontré al anillo en una estancia de la guarida, inerte. Supongo que no puede funcionar sin su dueño. Vete a saber. Respecto a por qué salí ileso durante el primer ataque, mi teoría es que yo no le servía al ser un forastero, igual que él. También traté de llevar un taza con maná hasta el tanque, pero se evaporó a los treinta pasos. ¿Los ayudantes del anciano solo pueden transportar personas? Estas preguntas no dejan de dar vueltas en mi mente.
    Tras echar a Farris al tanque reparé en un error crucial. Un elemento que no había considerado. Era insuficiente. El tanque estaba casi lleno, pero seguía sin ser suficiente. Todos los habitantes de Seir Iadoc eran insuficientes. Lamenté la muerte de Ava por primera vez. Si hubiéramos tenido hijos (Suponiendo que me sea posible), tal vez habría podido rellenar el tanque. Tal vez hubiese obtenido respuestas.
    Soy el único que queda. En mi mente escuchó las mismas palabras repetidas una y otra vez...
    «Quiero irme a casa».
    La falta de respuestas me está matando. No lo soporto más.
    Dejo la pluma sobre el escritorio, me dirijo al cobertizo y cojo una cuerda y una silla. Me las llevo hasta el cobijo de un árbol. Lanzo la cuerda por encima de una rama, me subo a la silla e introduzco la cabeza por el hueco del nudo. Acto seguido, tiro la silla de un puntapié. Me duele el cuello, pero aún puedo respirar. La rama cede y caigo sobre la hierba húmeda. Es en ese preciso instante cuando me percato de que me es imposible morir.
    Me río a carcajadas.

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