Sangre de mi sangre

 

Muy buenos días, estimados amantes del terror y la ciencia ficción. El día de hoy les traemos un relato del escritor Héctor Peña Manterola, con quien ya tuvimos el placer de trabajar en el pasado.

¿Quién es?

Héctor Peña Manterola es un autor español nacido en Cantabria.

Su pasión por la literatura se remonta a su más tierna infancia con lecturas como Crónicas de la Torre de Laura Gallego o El Señor de los Anillos de J.R.R. Tolkien.

Licenciado en Historia, publica su primera novela en 2020, El Ministro del Silencio, un ensayo de microhistoria donde abarca diversos temas de corrupción desde el punto de vista de un personaje contemporáneo en circunstancias donde una pandemia parece ser el enfoque de la mayoría; y Magdalena en 2021, una novela de ciencia ficción fantástica con toques de terror donde una joven busca respuestas a su pasado antes de que sea demasiado tarde. También han sido publicados sus relatos El silencio de los cuervos (Generación Pandemia, 2020), Rosa y Espinas (7 PECADOS: Antología de relatos, 2021); su microrrelato Lluvia (Generación Pandemia, 2020); y su cuento Mimo (Relatos de terror... y otros asuntos, 2021).

 A continuación pueden leer su relato, "Sangre de mi sangre":

 

 

 Sangre de mi sangre


    La triste historia aquí escrita no es más que el gélido lamento de una adolescente de El Astillero, Cantabria. Ruego a todo aquel que sea partícipe del presente informe que elimine de su lectura todo filtro usado por los medios oficiales, pues no hacen más que ocultar la verdad que no quieren que sepamos.
    Ella era mi hija, y ahora no es más que un número más en las cifras de suicidios nacionales. Ayudadme a que no caiga en el olvido.

    Todo ocurrió hace casi veinte inviernos. Yo trabajaba en Eroski, ese que ahora se hace llamar Carrefour. Mi por entonces marido Martín Durán Caballero era camionero y pasaba largas semanas fuera de casa, viajando siempre al extranjero. Gracias a él teníamos siempre comida caliente en la mesa, pues os podéis imaginar (y espero así que empaticéis conmigo) que el sueldo de una cajera de supermercado no daba para mucho, ni entonces ni ahora. Siempre he sido una mujer resoluta y, a pesar de que mi hombre era una estupendísima persona, necesitaba más que lo que él me daba.                                                                          Realmente no sé muy bien cómo ocurrió, ni por qué. Supongo que hacía frío y nadie me abrigaba. En mi familia mis hermanas mayores disfrutaban de una vida de lujuria y puterío, y un sábado por la noche me vi arrastrada a los abismos de su locura. Él era alto, de tez blanquecina y pelo corto y moreno. Enfundaba un traje oscuro de marca extranjera y de su voz poco recuerdo, pues pasamos la noche entre champagne, sudores y gemidos en un concurrido hotel de Santander. Al amanecer estaba sola.

    Martín regresó de un viaje a Polonia pocos días después. Intenté disimular, pero no me vino mi periodo a tiempo y, tras tantos años, pudo leer la preocupación en mi rostro. «Al fin voy a ser padre» descubrió finalmente. La única que iba a ser madre, realmente, era yo. Alba Durán Agudo nació tras un corto embarazo de siete meses, y a pesar de llevar el apellido de mi exmarido, desde que el médico encargado del parto en el Hospital Universitario Marqués de Valdecilla la sacó de mí, los dos supimos que no era suya. Fue un parto duro y mi pequeña llegó al mundo envuelta en sangre, pero sana.                                                   «Eres una puta», «así que a eso te dedicas cuando me voy», «tienes a quien salir, ramera de Satanás». No sabía lo acertado que había andado aquel dardo envenenado. Tiempo después descubrí que era él quien frecuentaba los prostíbulos en sus trayectos por Holanda y Alemania gracias a una gonorrea que yo no sufrí; pero de aquel caballero que me hizo pecar nunca supe nada.

    La infancia de Alba fue tan dura como la de cualquier niño que crece sin padre. Intenté ocupar el lugar de Martín con otros hombres, pero el que no me pegaba se aprovechaba de mi condición económica para obligarme a hacer cosas que yo no quería hacer. No puedo sacarme de mi cabeza como Jesús, que de santo poco tenía, me golpeó contra la esquina de una mesa tras llegar borracho a casa e introdujo su miembro por donde nunca debería entrar nada. Aquello me dolió, pero más lo hizo que mi hija de apenas seis años lo presenciara.
    El devenir de posibles figuras paternas fue doloroso para ella, convirtiéndola en una chica poco sociable. Yo había crecido viendo películas de terror y sabía lo malos que podían ser los otros niños. Con lo poco que podía ofrecerle intentaba ayudarla en lo académico, y estoy convencida de que su mente era brillante aunque no siempre supiese plasmarlo en un examen.
    Lo que más destaco de mi hija es (y será, a pesar de escribir este texto desde los añicos que quedan del corazón roto de una madre soltera que ha tenido que enterrar a su cachorra) su sensibilidad. Desde sus primeros años noté que tenía una forma extraña de percibir el mundo, diferente a la de la mayoría de niños y adultos que conozco. Temía que tuviese algún extraño poder rollo Carrie (y ese temor se intensificó en su adolescencia), ya que parecía comunicarse con el entorno y comprender perfectamente la vida y las necesidades de las otras personas y animales. Con solo mirarte sabía si te pasaba algo y qué necesitabas
para ser feliz. Dios pone las peores batallas a sus mejores guerreros.
    Nuestro drama, como adelantaba, comenzó al llegar su adolescencia. Yo en ese momento había alcanzado finalmente una relación estable con Benito Sanjurjo Morales, uno de los miembros del partido más popular en el Ayuntamiento de Camargo. Aunque cada uno teníamos nuestra propia casa, él solía venir a pasar la noche a la mía. Había congeniado con Alba y yo creía que, aunque tarde, le estaba dando el padre que ella necesitaba.
    Un día como cualquier otro, le vino la regla. Por suerte estaba en casa cuando ocurrió, a solas conmigo. Le informé de que era algo normal, que no tenía de qué alarmarse, y le di un paquete de compresas. Ella había oído hablar a sus amigas en el instituto de que a sus madres les ocurría, y fue la primera de su promoción en sentirlo en sus propias carnes.
    Siempre recordaré aquel primer reguero de sangre menstrual de mi hija. Al ir a limpiar la ropa, había algo raro en ella, algo fuera de lo común. Me costó mucho frotar para quitarla de su ropa, era demasiado densa, demasiado compacta. En aquel entonces supuse que era por ser la primera vez ya que no quería alarmarme.
    Aquella fue la última vez que vi a Benito. Vino a pasar la noche, como de costumbre. Me preguntó por Alba y le dije que ella estaba en su habitación, asimilando que había dejado de ser una niña. Él actuó con naturalidad y nos pusimos a ver una película después de cenar. Recuerdo encontrarme en duermevela cuando se levantó a mear, pero poco más. Al despertarme, ya se había ido.                                                                                                                        Intenté contactar con él, pero fue en vano. Fui a su casa y nadie me abrió. Alba pasó varios días encerrada en su habitación, llorando, y le permití no asistir a clase para facilitarle las cosas. No estaba yo por la labor de tener que enfrentarme también a ella cuando mis propios demonios habían vuelto para azotar mi vida. En ese instante pasé por alto un pequeño detalle: cuando por fin quiso salir, me confesó que la regla únicamente le había durado un día. Que se yo, supuse que habría sido el impacto emocional por la desaparición de Benito.
    No podía estar más equivocada.
    El resto del mes transcurrió en silencio. La policía no era capaz de encontrar a mi pareja, y llegaron a encauzar la investigación incluso señalando a otros cargos de su propio partido con los que había tenido problemas en el pasado. Revisaron mi pequeño apartamento de arriba abajo pero tampoco encontraron ninguna pista. No parecía que nadie hubiese salido aquella noche de la casa. Era como si mi amado se hubiese desvanecido en el aire.
    Los problemas comenzaron cuando Alba volvió a tener el periodo una vez dio comienzo un nuevo ciclo. El mismo día que le vino, se encerró en su habitación a llorar. Estaba aterrada, pero yo no lograba entender por qué. «Ya lo hemos hablado, es algo natural», «cariño, si quieres podemos ir a un especialista», «no puedes estar así cada vez que te baje la regla, entiendo que duela pero te tienes que acostumbrar». De nada sirvieron mis consejos. «¡Déjame en paz!», fue la única respuesta que obtuve. Tras pasar casi una semana en su habitación, mi hija finalmente salió. No quería hablar y las cuencas de sus ojos estaban secas de tanto llorar. Lo más extraño es que el hambre y la sed no parecían haber hecho mella en su esbelto físico.
    Pocos días después, la noticia de la muerte de Alberto Díez Velasco conmocionó a El Astillero. El muchacho iba a la misma clase que mi hija, y su cuerpo había sido encontrado en las marismas del municipio. Toda la piel le había sido arrancada, desollado vivo decían los medios. Su cabeza aún estaba sobre sus hombros, pero algo o alguien había devorado su rostro.
    Todos los vecinos hablaban. Todas las personas hablaban. Alba callaba.                Ella no podía haber sido, no había salido de su habitación el día en que el forense certificó la muerte de Alberto. Lo que me preocupaba era que estuviese metido en líos raros con algún narcotraficante y mi hija lo supiese. Temía que ella pudiese ser la siguiente.
    Con la llegada de un nuevo ciclo, la historia se repitió. Una de las monjas del Colegio San José, uno de los colegios del pueblo, había sido encontrada despedazada con las piernas devoradas en la pequeña capilla que custodiaban en la institución.
    Una madre no es tonta. Yo la había parido, a pesar de no conocer a su padre biológico. La monja, Sor Penuria Echevarría, tenía casi ocho décadas de vida entregadas al señor a sus espaldas; y su muerte coincidía con el día en que a mi pequeña Alba se le había cerrado el sangriento grifo menstrual. Una vez más ella estaba muy afectada y había decidido atrancarse en su habitación.
    Por suerte, yo ya estaba algo más libre mentalmente tras aceptar que Benito, al igual que Martín en su momento, no iba a regresar. Fui lo suficientemente avispada para que, al mes siguiente cuando mi hija se disponía a encerrarse en su habitación, lograr impedírselo. Su periodo hasta entonces había sido bastante regular y yo llevaba varios días alerta, casi en vela. Incluso me había pedido dos semanas de vacaciones para asegurarme estar en casa. Crucé mi cuerpo entre ella y su destino y le cerré el paso.
    «Mamá, por favor, tú no lo entiendes», fue lo primero que me dijo mientras intentaba mantener la calma. «Mamá, ¡déjame pasar!», gritó después. Yo no dije nada. Ella intentó empujarme, pero le agarré y, tras forcejear durante unos instantes, finalmente me abrazó y rompió a llorar.
    «He sido yo, mamá», «te prometo que yo no quería hacerles daño», «hay que terminar con esto». Únicamente dijo lo que yo me temía, pero faltaba aún poner nombre al asesino. Estaba convencida de que no era Alba, al menos no directamente.
    No tuve tiempo de pensar mucho más ya que noté la humedad corriendo por mi pierna. Mi hija había comenzado a sangrar con fuerza por ahí abajo, llenando todo con su periódica aflicción. Se separó de mí y, aterrorizada, corrió hacia la cocina. Yo corrí tras ella. «Alba, ¡detente!», chillé histérica. No sirvió de nada.
    Al llegar a la estancia, la sangre lo llenaba todo. Era tan viscosa y espesa como la de la primera vez. El endometrio se había desprendido junto a los coágulos granates que contenían células muertas, lípidos, proteínas y hormonas. Profundizando en la escena que tomaba forma ante mis ojos, mi hija tenía un cuchillo de cocina en la mano derecha. «Alba, te lo suplico. Deja eso». «No, mamá», respondió.
    Ante mi atónita mirada que únicamente vislumbraba el pánico provocado por la hipótesis de convertirme en la siguiente víctima, toda la sangre menstrual de mi hija comenzó a moldearse, salpicando a borbotones lo poco limpio que quedaba de la vitrocerámica. Alba lloraba con fuerza, y frente a mí se materializó una criatura de aspecto humanoide pero consistencia líquida. No tenía un rostro al que mirar, únicamente dos cuencas vacías sobre las que goteaba la sustancia que le daba forma.
    Un hilillo del fluido de la vida conectaba al ser a la vagina de mi hija. Ella estaba paralizada y yo ni siquiera podía pestañear. No sabía que era aquella cosa. Una especie de óvulo putrefacto flotaba donde debería haber un corazón. Olía a muerto y a recién nacido, a placenta y a carne podrida.
    Se aproximó a mí y fingió olfatear, quizá buscando en el aire un motivo por el que perdonarme la vida. Afiló su silueta y un rostro uniforme se dibujó ante mis ojos. Cada vez más cerca, finalmente se abalanzó y me besó. El útero de mi pequeña fluyó a través de mi garganta cuando su sangre caliente atravesó mi cuerpo. Me había puesto a prueba y yo la había superado. Por alguna razón, absolvió todos mis pecados pasados antes de desaparecer por el desagüe.
    Alba temblaba, pero no tuvo el coraje suficiente para actuar. Me acerqué a ella y le abracé. Mi boca aún tenía restos de sangre y el ardor inundaba mi garganta, pero no me atreví ni a beber un vaso de agua. «No tengas miedo, mi bebé. No va a hacernos daño», susurré sin atreverme a soltarla. Dejó caer el cuchillo y se desvaneció.
    La sangre siguió corriendo dos días más. Cuando paró, una nueva noticia poco afortunada llenó los canales de televisión. Aquel misterioso asesino había vuelto a actuar. Un bebé de apenas seis meses había sido descubierto sin brazos en su propia cuna. Un inspector de policía barajaba la idea de que se tratara de un caníbal, un hombre con complejo de licántropo tal vez. Paparruchas. Yo estaba convencida de que había sido aquel monstruo y de que mi hija no tenía la culpa de nada, únicamente era otra de las víctimas.
    El tiempo corría en mi contra. Alba comenzó a insinuar que “tenía que terminar lo que había empezado”, refiriéndose a sí misma como un sacrificio necesario. No podía soportar la idea de perderla también a ella. Hice lo que tenía que hacer. La até en el pequeño cobertizo que teníamos en Guarnizo, en la finca donde mi padre guardaba las gallinas, y la alimenté. Cuando ella se negó a comer, me vi obligada a utilizar una sonda para introducir la comida en su cuerpo.
    Con cada nuevo ciclo tenía que esforzarme más. Alba se encontraba más débil y yo más vieja. No era fácil seducir a los hombres, pero dada su tendencia a pensar con el más viril de los miembros, tarde o temprano siempre encontraba un nuevo amor. El proceso era el mismo una y otra vez: redes sociales, anuncios de prostitución... yo buscaba los mejores chicos, pero en ocasiones teníamos que conformarnos con las sobras que dejaba la sociedad a su paso. Alcohol, somníferos, y unas cadenas frente a mi hija. Así, cada vez que el óvulo no fecundado decidía materializarse, una nueva ofrenda lo estaba esperando.
    No estoy loca. Lo juro. No soy ninguna asesina en serie. Alba decidió quitarse la vida para evitar que la bestia siguiera matando. Subestimé sus ganas de rendirse y, una noche, para mi asombro, logró escapar. Mi pobre estaba desesperada. Cuando encontré su cuerpo a la mañana siguiente, se había atravesado la aorta con un hueso de gallo. Su rostro era el de una adolescente que nunca había sido feliz.
    Los medios dijeron que mi hija era una loca psicótica que decidió poner fin a su vida tras discutir conmigo, pero en realidad había sido muy valiente. Entonces no era capaz de verlo, pero ahora lo entiendo todo. Estuve mucho tiempo ciega y la culpa de todo lo que pasó fue mía.
Quizá, si hubiese conocido mejor a su padre biológico, esto nunca hubiese sucedido. Ahora, desde el psiquiátrico, no hago más que preguntarme quién o qué era él en realidad.
    Noto su presencia, siento que me observa, y tengo miedo.


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