EL BAILE

Muy buenos días, estimados amantes de la ciencia ficción y el terror. Últimamente nuestra Revista se ha visto abrumada con la cantidad de solicitudes y candidatos que nos piden una reseña. Hacemos lo que podemos para procesar todos los pedidos en tiempo y forma (sabemos que no hay nada más exasperante que enviar un mail y esperar meses y meses por una respuesta, ya sea positiva o negativa) pero no dejamos de lado los relatos, y justamente hoy traemos uno nuevo. 

El escritor de la ocasión, Jage, se presenta a sí mismo de esta manera: 

Soy un aficionado a la literatura, que ha cumplido ya bastantes años y que está acostumbrado a tener numerosas inquietudes. Siempre he pretendido hacer muchas cosas, pero culmino en realidad muy pocas y ahora intento divertirme escribiendo.

En las redes sociales dispongo en realidad de un casi olvidado blog:

https://joseesteveautor.blogspot.com

En Twitter aparezco como

@JoseEsteve63
 
Sin mayores dilaciones, el relato: 
 
 
 
El baile

Cruzar una inmensa llanura cubierta por cereales amarillentos, a lo largo de una carretera infinitamente recta, puede ser para usted algo enormemente aburrido. Para nosotros, unos alocados jovenzuelos nacidos en una pequeña ciudad, el adentrarse en esas tierras era por el contrario una gran aventura. Yo conducía la furgoneta con la que nos transportábamos, cargada hasta los topes con todos nuestros instrumentos, el resto del equipo y mis tres compañeros. Desaliñados, melenudos y veinteañeros dábamos perfectamente la imagen de una banda de rock, que era realmente lo que más deseábamos.
— ¿Has ensayado bien el pasodoble ese? —me preguntó Ernesto el cantante, guitarra rítmica y supuestamente líder del grupo.
— ¿Sebastopol? ¡Claro! —respondí hastiado—. Estoy hasta las narices de esa musiquilla.
—Ya sé que tocar pachanga es un coñazo —continuó Ernesto— pero en el pueblucho ese donde vamos a actuar esta noche nos van a pagar bastante bien. ¡Necesitamos pasta urgentemente! ¡Y ya sabes lo que nos ocurrió el año pasado!
— ¡Lo recuerdo!
— ¡Si no tocáis pasodobles, os corto la luz! — exclamó Ernesto con una voz aflautada en extremo, imitando así aquel pesado alcalde de la población donde habíamos actuado la temporada anterior — ¡Del rock no vivimos aún —continuó el cantante— pero si tocamos lo que sea, en las fiestas de los pueblos, nos puede ir muy bien!
— ¡Lo sé, coño, lo sé! —zanjé la cuestión un tanto irritado.
Los otros dos miembros del grupo dormitaban en los asientos traseros al ritmo de los baches de aquella carretera. Habíamos comenzado el viaje de madrugada, antes de salir el sol, y eso fue realmente duro para nosotros. La noche anterior habíamos estado tocando hasta las tantas en un antro de copas, un lugar más acorde con la música que nos gustaba interpretar, pero de nuevo esa última actuación nos había proporcionado escasos ingresos. El viaje empezó a mostrarse finalmente aburrido, incluso para a mí que era el que conducía, pero por fin y a la hora calculada llegamos a un bar de carretera muy frecuentado por camioneros. Aquel lugar era el sitio donde habíamos quedado con la persona que nos había contratado para tocar esa misma noche, en las fiestas estivales de un pequeño pueblo, una aldea que contaba con escasas construcciones y menos aún habitantes. Una vez contactado con nuestro enlace debíamos seguirle hasta nuestro destino, situado en medio de la sierra que desde el bar aparecía lejana en el horizonte. Según nos indicó quien nos contrató, el acceso al pueblo era muy difícil de localizar pues estaba situado en el fondo de un pronunciado valle y rodeado por escabrosas montañas. Aquella persona debería estar allí esperándonos pero lo cierto es que no apareció por ningún lado. Decidimos comer algo, además de beber refrescos de cola y café, intentando así quitarnos el sueño acumulado durante el viaje y comenzó a transcurrir lentamente el tiempo. Poco a poco la sensación de que habíamos sido engañados por algún desconocido motivo empezó a fraguarse en nuestras mentes.
— ¿Qué hacemos? —preguntó Javi, el bajista, cansado ya de esperar—. ¡Ese tipo no viene!
— ¡Largarnos de aquí y volver a casa! —contestó Raúl el batería, un tipo serio y buenísimo tocando.
— ¡Ni de coña! —exclamó Ernesto —. ¡Necesitamos esa pasta! No sabemos que le habrá pasado al cabrón ese, pero nosotros tocamos esta noche en el pueblo. ¡Por huevos que lo hacemos!
— ¡Hay un mapa en la furgo! —añadí con no mucho interés—. ¿Cómo se llama ese sitio?
— ¡Angustias! —respondió Ernesto.— ¿En serio? ¡Jo, qué nombrecito! —dije sonriendo.
Nos introdujimos los cuatro en la atiborrada furgoneta y localizamos nuestro nuevo objetivo en el plano de carreteras. Evaluamos la situación durante unos minutos y finalmente decidimos buscar nosotros mismos aquel perdido pueblo.
— ¡En marcha! —exclamé pretendiendo mostrarme entusiasta mientras arrancamos.
Siguiendo el mapa continuamos por la carretera general y bastantes kilómetros después llegamos a un cruce donde descubrimos un oxidado cartel en el que figuraba la palabra Angustias. Aquel viejo letrero indicaba teóricamente el camino que conducía a ese pueblo, comenzando allí una estrecha y deteriorada calzada que se dirigía hacia la sierra que hasta entonces habíamos vislumbrado en el horizonte. No sin cierta preocupación tomamos aquella vieja carretera. Más tarde desaparecieron los campos de trigo, siendo éstos sustituidos por numerosos pinos, a la vez que el trazado se llenaba de empinadas curvas. Nuestra velocidad disminuyó ostensiblemente por ello y casi hora y media después de empezar el ascenso de la sierra llegamos a un estrechísimo puerto de montaña.
— ¡Habrá problemas en invierno al pasar por aquí! ¡Debe nevar bastante en este lugar! — declaró Raúl
— ¡Tranquilo! —añadió Ernesto —. Ahora, en agosto, no vamos a ver un puto copo de nieve en este paraje.
— ¡Lástima! —concluyó el batería.
Continué conduciendo la furgoneta recorriendo lo alto de aquella sierra hasta que, tras otra hora, la carretera comenzó a descender pronunciadamente e introduciéndose en un angosto valle. Al fin, bastante tiempo después, avisté un pequeño grupo de casas en el fondo de la hondonada. Detuve el vehículo en algo que parecía ser un mirador, situado en una de las curvas de aquella estrecha calzada, e informé a mis compañeros:
— ¡Chicos! ¡Creo que ahí está “Angustias”!
Mis compañeros salieron de su letargo y tras estirar levemente sus cuellos, sin mucho interés por parte de alguno de ellos, dirigieron su mirada hacia la pequeña población. Reemprendimos la marcha minutos después y tres cuartos de hora más tarde llegamos a nuestro destino. Penetramos en la villa por lo que debía ser su calle principal, encontrando al rato lo que parecía constituir una especia de plaza. Entramos en ésta y dimos varias vueltas con la furgoneta hasta que finalmente la detuve. Allí había una pequeña iglesia y un edificio que parecía ser el ayuntamiento. Junto a éste se encontraba uno de esos típicos bares de pueblo con un todoterreno y un Renault 4, únicos testigos de nuestra llegada, aparcados frente a él. .
— ¿Qué coño pasa aquí? —preguntó Ernesto al descender de la furgoneta—. ¿Dónde está la gente?
No había nadie. Ningún curioso apareció al vernos llegar, ni siquiera los molestos niños que solíamos encontrar en otros pueblos.
— ¡No sé! —respondí extrañado—. Esto está muy silencioso.
— ¡Vámonos de aquí! —dijo Raúl—. ¡No me gusta nada la pinta que tiene este sitio!
— ¡Tranquilo! —contestó Javi—. Recuerda que en este pueblo están en fiestas. Se habrán ido todos los habitantes de este sitio a alguna ermita perdida en las montañas y celebrar la romería de turno. ¡Ya aparecerán!                            -¡Venga! —ordenó Ernesto, mucho más animado que mis otros compañeros y yo—. Ya son las ocho de la tarde. Vamos a bajar el equipo de la furgoneta y montarlo en el cutre-escenario que nos han preparado. ¿Habéis visto? ¡Ahí está el escenario que han preparado los lugareños! ¡Son solo algunos tablones colocados sobre alpacas de paja!
— ¡A ver si nos vamos a caer! —exclamó Raúl—. ¡Ya me di una buena leche en aquella discoteca de Benidorm!
— ¡Tranquilos! —sugerí—. ¡Mirad! Allí, en la pared del ayuntamiento, han dejado preparada una instalación eléctrica para que conectemos el equipo.
— ¡Cojonudo! —añadió Ernesto—. ¡Bien! Vamos a montarlo todo. Luego cenamos algo en el bar. ¡Tocamos!... ¡Y a cobrar! —añadió el cantante mientras se frotaba las manos haciendo un extraño gesto que insinuaba avaricia.
Descargamos todo el equipo de la furgoneta y lo subimos al inestable entablado. Cuando estábamos instalando laboriosamente los amplificadores escuchamos el sonido de un motor acercándose en la lejanía. Segundos después apareció en la plaza un destartalado coche que se detuvo junto a nosotros, descendiendo al instante de éste un joven con poco más de dieciocho años y una gorra en su cabeza.
— ¡Ostras! ¿Dónde está la gente? —preguntó sorprendido aquel muchacho nada más pisar el suelo.
—Esperábamos que tú nos lo dijeses —le contesté por uno de los micrófonos, aprovechando así la ocasión de probarlo y escuchar satisfactoriamente mi propia voz por los altavoces.
— ¡Pues no tengo ni idea! —respondió el muchacho
— ¿Y tú? ¿No eres de aquí? —preguntó Ernesto por otro de los micros.
— ¡No! Yo soy de Arribas del Montejuelo, un pueblo situado a veinte kilómetros de aquí. Venía a Angustias por eso de las fiestas. ¡Ya sabéis! ¡Hay que aprovecharlo todo!
— ¡Bueno!—anunció Ernesto —. ¡Si nos ayudas a montar el equipo, te pagamos la cena de esta noche!
— ¡Vale! —respondió el chaval, que animado, subió al escenario.
Cuando los cinco finalizamos el montaje nos dirigimos al bar con intención de cenar algo. Aquel local parecía estar cerrado pero a través de una de sus sucias ventanas observamos que tenía una puerta trasera. Pensamos que tal vez está sí se encontraría abierta al público y rodeamos la pequeña manzana en que se encontraba aquel establecimiento. Cuando llegamos a la otra entrada del bar nos llevamos una nueva sorpresa: el acceso trasero al local estaba destrozado, con la puerta arrancada de sus bisagras y teniendo el bar el aspecto de haber sido atacado salvajemente. En el interior del establecimiento se encontraba todo revuelto, con las mesas y las sillas tiradas por el suelo. Daba la sensación de que todo aquello era el resultado del enfrentamiento de numerosas personas.
— ¿Qué ha pasado aquí? —se preguntó en voz alta Ernesto.
— ¡Vámonos! —respondió Raúl—. ¡Ya os he dicho que no me mola nada este lugar!
— ¿Sin cobrar? ¡Ni de coña! —aseguró el cantante—. En cuanto toquemos, me pongo a buscar al alcalde de este puto pueblo y le hago soltar todo nuestro dinero... ¡Peseta a peseta si hace falta!
— ¡Vale!...pero, ¿qué vamos a cenar? —pregunté—. ¡Aquí no hay nadie!—Tomamos lo que nos apetezca de este bar y cuando aparezca el dueño se le pagaremos —contestó Ernesto—. ¡No nos vamos a poner a tocar con el estómago vacío! ¡Hace horas que no tomamos nada!
Sin decir nada más cogimos unas bebidas y algo para comer entre lo que había en un pequeño mostrador. No había mucha variedad, pero era lo suficiente como para poder saciar el hambre. Cuando terminamos la ingesta de alimentos regresamos a la plaza y ascendimos al pequeño escenario preparado por los lugareños. Tomamos nuestros instrumentos y observamos, un tanto desangelados, la ausencia total de público. Solo nos observaba, al pie del improvisado entablado, nuestro espontáneo ayudante.
— ¡Bien! —ordenó Ernesto —. Vamos a empezar a tocar. Le daremos al equipo toda la caña que podamos y así hacernos escuchar por estos pueblerinos. ¡Aunque estén escondidos en el fin del mundo!
— ¡Bueno! ¿Qué tocamos? —pregunté sin saber cómo empezar.
— ¡Ya os he dicho que hay que darles leña para ver si aparecen los lugareños de una puta vez! Nada de esos pasodobles que nos piden los abueletes. Ya sé que el programa que habíamos confeccionado para esta noche empezaba con ese tipo de música, pero si no hay nadie, tocaremos lo que nos gusta a nosotros.
— ¡Perfecto! —exclamé.
Le di toda la potencia posible a mi amplificador y sin esperar a que mis compañeros dijesen nada comencé a tocar Quatrain, de Jethro Tull. Mis colegas se animaron al instante y mis dedos volaron sobre el mástil de mi vieja Gibson Les Paul de segunda mano. Tocar rock nos animó y continuamos después con varios temas, incluyendo algunos de los nuestros propios. Entonces el
chico que nos había ayudado, nuestro único espectador, se alejó sin indicarnos nada. Al rato desapareció definitivamente el sol tras las montañas y las sombras de la noche se cernieron sobre las casas de aquel pueblecito. Cuando finalizamos el sexto tema les hablé a mis compañeros:
— ¡Chicos! ¡Me voy al aseo del bar! Antes no he pasado por allí y ahora he de hacerlo urgentemente.
Mis compañeros sonrieron y Ernesto me contestó un tanto enfadado:
— ¡Joder tío! ¡Eso se hace antes de empezar a actuar! ¡Al escenario se sube meado y cagado! ¡Date prisa! ¡Seguro que ahora empieza a llegar la gente!
— ¡Vale, tío, vale! —exclamé apresurado.
Dejé mi guitarra con sumo cuidado sobre el escenario y acudí presto al bar. A oscuras y sigilosamente me introduje en el servicio. En breves segundos me sentí mucho mejor. Cerré mi bragueta y tras lavar mis manos abandoné el aseo. En ese mismo instante mis compañeros dejaron de tocar y la estruendosa música cesó. Yo me dirigí rápido a la salida del bar pues mis amigos estarían ya irritados por mi ausencia. De repente escuché unos extraños ruidos procedentes de la barra del establecimiento. Sorprendido por ello le di a uno de los interruptores de la instalación eléctrica del bar y las bombillas de éste se iluminaron. Entonces vi al muchacho que nos había ayudado a montar el equipo, y que nos había dejado al poco de comenzar a tocar, abriendo la caja registradora del bar para coger el dinero que había en el interior de ésta.
— ¿Qué estás haciendo tío? —le pregunté sorprendido.
— ¿Yo? ¡Nada! —respondió el chaval.
— ¿Cómo qué nada? ¡Estas robando la pasta del bar!— ¿Qué dices tío? ¡Yo no estoy robando nada! —continuó el joven intentando disimular algunos billetes que afloraban en uno de sus bolsillos.
— ¡Eres un ladrón! —afirmé—. ¡Y cuando llegue el dueño del bar pensará que hemos sido nosotros! ¡Devuelve todo el dinero a la caja!
El muchacho, de espaldas y lentamente, se dirigió a la destrozada salida trasera del bar mientras me contestaba:
— ¡Yo no tengo que devolver nada a nadie!
Entonces un hombre surgió de la oscuridad de la calle. Se abalanzó sobre el joven ladrón y comenzando a morderle salvajemente en el cuello. De la boca del atacante fluían numerosas babas y sus enfurecidos ojos parecían estar bañados en sangre. El pánico se apoderó de mí.
— ¡Ayúdame! ¡Ayúdame! —gritó desesperadamente el muchacho mientras intentaba zafarse de aquel enloquecido lugareño.
Eso me hizo reaccionar y con rapidez tomé una botella de coñac, estrellándola al instante en la cabeza del hombre que mordía al chico en el cuello. Con eso conseguí que el atacante dejase caer al joven a sus pies, pero por desgracia para mí aquel loco centró toda su atención en mi persona.
Aquello me aterrorizó más aún, pero eso no impidió que yo agarrase una de las viejas sillas del bar y la destrozara sobre el embrutecido desconocido. Éste cayó al suelo tras el fuerte impacto, pero a pesar de todo aquello, y un tanto turbado, el hombre volvió a ponerse en pie para abalanzarse de nuevo sobre mí. Los movimientos de aquel tipo eran lerdos y gracias a ello pude esquivar su nuevo intento. Éste continuó tenaz con su feroz embestida y huyendo yo de nuevo de él, con un ágil salto inusual en mí, subí a la barra del bar y le di una potente patada en la mandíbula logrando hacerle caer otra vez al suelo. Pero mi alegría duró poco. Aquella bestia se alzaba por segunda vez sobre sus dubitativas piernas, continuando de nuevo con su arremetida. Mientras, mis compañeros se extrañaban ante mi tardanza.
— ¿Qué coño está haciendo este tío? ¡Pues sí que le cuesta mear! —se preguntó en voz alta Ernesto mientras él y mis otros compañeros, ajenos a lo que estaba sucediendo en el bar, continuaban esperándome con sus mudos instrumentos sobre el improvisado escenario.
— ¡Mirad! —exclamó con cierta alegría Raúl—. ¡Parece que al fin empieza a llegar gente!
— ¡Es cierto! —añadió jubiloso el cantante.
Por una de las callejuelas se distinguían la silueta de una persona, que con torpes pasos, se dirigía hacia la plaza.
— ¡Ahí por la derecha asoma una tía! —anunció Javi el bajista, sorprendiéndose a la vez por la extraña forma de andar de ésta.
Pocos segundos después aparecieron cinco personas más entre las tinieblas.
— ¡Perfecto! —dijo Ernesto animado— ¡Al fin tenemos público!
—Si te digo la verdad —comentó Raúl— es la primera vez que veo que los asistentes al baile acuden ya borrachos desde sus casas. ¡Mirad como vienen! ¡Sí casi no se tienen en pie!
— ¡Da igual! ¡Vamos a tocar! —ordenó Ernesto a pesar del extraño aspecto que presentaban las personas que comenzaban a llegar a la plaza.
— ¡Pero si aún no ha regresado Tomás de mear! —contestó el batería.
— ¡No os preocupéis por eso! Vamos a tocar alguna canción en la cual no nos haga falta el guitarra solista. Podemos empezar con la versión instrumental de Escuela de Calor. Es la única canción en la que Tomás me permite puntear. ¡Por cierto! ¡A ver si termina de mear ese cabrón y se sube al escenario de una puta vez!
Con brío, mis tres compañeros se dispusieron a tocar ante mi ausencia y mirando con sorpresa a los extraños recién llegados. Entretanto, el enloquecido hombre que había atacado al muchacho que nos había ayudado, lanzó un nuevo embate contra mí. Yo, aún de pie sobre el mostrador, me preparé para detenerlo con otra patada. De repente la sonora música que tocaban mis amigos llegó a nuestros oídos y lo que sucedió entonces me dejó asombrado. Aquel embrutecido tipo bajó sus brazos, dirigió su mirada al suelo y quedó petrificado, como entrando en algo parecido a un estado letárgico. Sin perder ni un segundo descendí del mostrador y me dirigía al muchacho que yacía en la entrada del bar, en medio del enorme charco formado por su propia sangre.
— ¡Levántate tío! ¡Vámonos de aquí! ¡Ese loco se ha quedado quieto! —grité mientras intentaba reanimarlo.
Entonces comprendí que aquel chico estaba muerto. Asustado más aún me puse en pie y tras dirigir una última mirada al hombre que lo había matado, salí corriendo del bar en dirección a la plaza. Mientras, las estruendosas notas de Escuela de Calor resonaban en mis oídos. Asombrado y terriblemente aterrorizado me topé de repente con otras personas. Éstas tenían el mismo aspecto que el loco del bar y permanecían, al igual que aquel salvaje, paralizadas. Eso no detuvo mi carrera y continúe así hacia la plaza. Entonces, de una forma inesperada, la música que tocaban mis amigos cesó.
— ¡Mierda! —gritó Ernesto enfurecido mientras sucedida todo aquello—. ¿Qué coño ha pasado? ¡Todo el equipo se ha apagado!
Había caído el fluido eléctrico dejando inesperadamente mudos a los instrumentos musicales. Mientras tanto yo intentaba llegar al escenario donde se encontraban mis compañeros.
— ¡Será lo mismo que nos pasó el otro día! —contestó Javi —. ¡Recordáis como el juego de voces estaba derivado y hacía saltar el diferencial de la toma de corriente! ¡Seguro que es eso!
— ¡Pues venga! ¡Vamos a arreglarlo! —gritó desesperado el cantante.
—Vale —dijo el bajista mientras dejaba su instrumento. Descendió del escenario y se acercó al cuadro eléctrico que los habitantes de aquel pueblo habían improvisado para que nosotros pudiésemos conectar el equipo.
Al detenerse la música los desconcertantes habitantes de aquel pueblo que se encontraban cerca de mí recobraron gradualmente el movimiento. Como saliendo de un sueño se miraron entre sí, y al percatarse de mi presencia, decidieron atacarme. Yo vi entonces una pala de albañil clavada en un montón de arena, situada en una obra que se estaba efectuando en aquella calle. La tomé y golpeé sonoramente con esa herramienta al cráneo del más cercano de aquellos tipos. El hombre cayó al suelo al instante, pero lentamente se colocó a cuatro patas. Repetí la acción con otro de los vecinos haciéndole caer también, pero al ver que éste se levantaba como el anterior, no me enfrenté al tercero de ellos. Lo esquivé ágilmente y continué corriendo hacia la plaza. Pero la desesperación se apoderó de mí. Al final de aquella calle aparecieron otros cuatro hombres y una mujer. Estos avanzaron lentamente hacia mí, sumándose así a los tres que había dejado atrás. Alcé la pala y me dispuse a recibirlos, pero en mi ánimo no restaban ya muchas esperanzas. Yo no dejaba de pensar en mis compañeros y en la causa de que éstos hubiesen dejado de tocar de forma tan abrupta. Mientras tanto, y tras varios intentos, Javi consiguió al fin restaurar la alimentación eléctrica de nuestro
equipo.
— ¡Ya está! —afirmó éste triunfal.
— ¡Perfecto! —exclamó Ernesto —. ¡Pues vamos a volver a empezar a tocar!
Javi subió al escenario y tomó su instrumento. De repente Raúl se dirigió a sus compañeros preocupado:
— ¡Tíos! ¡La gente de este pueblo no es normal! En el momento en que se nos ha cortado la corriente todos han comenzado a acercarse. ¡Y no tienen buena pinta! ¡Mirad que forma de arrastrar los pies! ¡Y como ponen los brazos! ¡No sé! ¡Esto es todo muy raro!
— ¡No os preocupéis! —contestó Ernesto —. Ya sabéis que en algunos pueblos las fiestas son muy brutas. ¡Seguro que han cogido un pedo tan grande que no pueden ya ni andar! ¡Venga! ¡Nosotros ni caso! ¡Vamos a volver a empezar! ¡Un, dos, tres!...
En esos instantes yo, asustado, asumí que tenía pocas probabilidades ante el ataque de aquellos ocho locos que me acorralaban. A pesar de todo eso yo estaba dispuesto a luchar. Cuando casi uno de ellos estaba al alcance de mi pala, milagrosamente para mí, volvió escucharse la música de mis amigos. Entonces aquellos descerebrados lugareños se detuvieron, quedando inmóviles de nuevo.
Yo no perdí ni un segundo y continúe la carrera hacia la plaza. Mientras me acercaba ésta encontré por las calles a muchos más tipos como los que me habían atacado, que al igual que aquellos, se encontraban cual estatuas, inmersos en su extraño letargo. Mis compañeros continuaban tocando la versión instrumental de Escuela de Calor. Al fin llegué a la plaza y apoyado en el escenario, mientras intentaba recuperar el resuello, observé que mis colegas me miraban, muy divertidos, mientras seguían tocando. Pero de repente llegó el final de la canción y la música cesó de nuevo.
Ernesto, sonriente, se acercó a mí y me dijo entre risas:
— ¿Qué coño te pasaba? ¿Por qué has tardado tanto? ¿De dónde has sacado esa pala? ¡Oye! ¿Esas manchas que llevas en la ropa son de sangre?
Asustado me giré. Al ver que los habitantes de aquel pueblo habían recuperado el movimiento y que numerosos de éstos se encaminaban hacia nosotros, les grité a mis amigos desesperadamente:
— ¡Tocad cabrones! ¡Tocad!
Mis compañeros, boquiabiertos, me miraron sorprendidos ante mi extraña actitud.
— ¿Pero qué te está pasando? —me inquirió Ernesto seriamente preocupado por mi salud mental.
Entonces una habitante de aquel pueblo ya muy cercana al entablado, una mujer de unos cuarenta años, se abalanzó sobre mí intentando morderme en la yugular. Yo, ya un tanto recuperado de mis anteriores carreras por las calles de aquel lugar, aticé con la pala bruscamente en la cabeza a aquella desgraciada, haciéndole caer de bruces a la arena de la plaza. Aquella brutal acción por mi parte dejó estupefactos a mis colegas. Yo me giré desesperado hacia el escenario para suplicar de nuevo a mis compañeros:
— ¡Tíos tocad! ¡A la gente de este pueblo les ha pasado algo raro y se comportan como si fuesen zombis! ¡Todos con los que me he encontrado han intentado acabar conmigo!
— ¿Qué? ¿Estás loco? —respondió Ernesto sin dejar de preguntarme—. ¿Y el chaval que nos ha ayudado antes?
— ¡Se lo han cargado!— ¡Rayos! —exclamó Raúl
— ¡He descubierto que esta gente se queda amuermada cuando tocáis! ¡Paralizados! —indiqué en mi insólita explicación.
De repente Ernesto señaló con su brazo derecho gritando:
— ¡Cuidado! ¡Detrás de ti!
Me giré con rapidez y vi como la mujer de antes, sorprendentemente, se había levantado del suelo. A pesar del potente golpe que yo le había propinado ésta se lanzó de nuevo sobre mí. Sin ningún miramiento le di un nuevo palazo, esta vez en su rostro, haciéndole caer entonces de espalda. Pero la escena que contemplé me horrorizó más aún. La plaza se había llenado de nuevos zombis y todos se acercaban, lenta pero incesantemente, en dirección al inseguro escenario. Volví a
mirar a mis amigos y de nuevo les grité:
— ¡Tocad si queréis salir vivos de este lugar!
— ¡Sí! ¿Pero qué? —preguntó lleno de pavor Ernesto.
— ¡Lo que sea! —grité mientras enarbolaba de nuevo la pala dispuesto a enfrentarme a un nuevo lugareño.
Entonces mis compañeros volvieron a tocar, desafinando terriblemente por causa del terror, la canción que habían estado interpretando antes: la versión instrumental de Escuela de Calor de Radio Futura. Yo suspiré profundamente mientras bajaba mi improvisada arma pues aquella enloquecida gente volvió a quedar inmóvil al escuchar a mis amigos. Parecía que la música amansaba realmente a aquellas bestias. Pero la situación era crítica pues mis amigos no podían estar tocando toda la noche. Yo podría subir para colaborar, y quizás así turnarnos, pero no hacía ni media hora que había oscurecido. Faltaba mucho tiempo para que volviese a salir el sol. Tal vez el amanecer haría desaparecer a esos monstruos, pero eso era solo una suposición. De repente cesó la música de nuevo. Yo me giré desesperado a mis compañeros y éstos, más asustados que yo mismo, comenzaron a gritarme:
— ¡El diferencial ha vuelto a saltar! —exclamó Ernesto —. ¡Es el equipo de voces otra vez!
Los zombis, cuando recuperaron el movimiento, comenzaron a acercarse peligrosamente al escenario. Yo, sin soltar la pala, salí disparado hacia el cuadro eléctrico donde estaba conectado nuestro equipo a la vez que gritaba:
— ¡Desconectad la mesa de mezclas!
Los zombis comenzaron a subir trabajosamente al escenario y mis compañeros, sin saber qué hacer, dieron pasos hacia atrás llevados por el pánico. Raúl fue el único que reaccionó al escuchar mis gritos y obedecerme. Desesperadamente activé de nuevo el diferencial. ¡Nada! ¡No funcionaba!
El mecanismo se disparaba continuamente. ¿Qué demonios estaba sucediendo? Ascendí al escenario, y con un fuerte golpe de pala, hice caer a uno de los lugareños que habían logrado subir.
A una señorita, que en una situación distinta habría tenido un aspecto inmejorable, la golpeé sin ningún miramiento en su bajo tórax para arrojarla a la arena. Ernesto y Javi comenzaron finalmente a utilizar los instrumentos como armas, enfrentándose a los zombis que había en el escenario e impidiendo que otros lograran trepar. No sé a quién le dolía más, a mí al ver que mi preciosa Gibson era utilizada como maza por Ernesto en el cráneo de uno de aquellos bestias, poniéndose pérdida de sangre, o a aquel mismo descerebrado lugareño. Tras superar mis titubeos entregué la pala a Raúl para que éste se defendiese y apresuradamente, ante aquella escena dantesca en la que mis amigos luchaban contra aquella horda de público bestializado, revisé nuestro equipo en búsqueda del fallo eléctrico que hacía saltar el diferencial. Entonces vi que sobre el manojo de cables del equipo de luces había una botella de un conocido refresco volcada. Ésta,mal cerrada, estaba humedeciendo gota a gota el material eléctrico al derramarse lentamente. Sin duda aquel era el problema. Desconecté las luces y con un extraño salto descendí del escenario.
Esquivé los zombis y regresé al cuadro eléctrico. Allí activé de nuevo el diferencial y por fin nuestro equipo se encendió de nuevo. Mis compañeros dejaron de luchar para volver a ponerse a tocar y de nuevo los zombis entraron en su estado letárgico. Sí, la música volvía a sonar, frenando a aquellas gentes, y había solucionado el problema que hacia enmudecer a mis compañeros pero aún
no sabíamos cómo salir de allí. Entonces tuve una idea. ¿Y si acercaba la furgoneta al escenario y mis compañeros descendían de éste para introducirse rápidamente en ella? Podríamos así marcharnos de aquel diabólico pueblo, atropellando a todos aquellos malditos zombis. No parecía mala idea. Anduve los cien metros que separaba la furgoneta del escenario, esquivando con temerosa cautela los inmóviles zombis. Al llegar al vehículo abrí la puerta y me senté en el asiento del conductor. Me dispuse a poner en marcha el motor del vehículo, pero entonces descubrí aterrorizado que las llaves no estaban puestas, ni se encontraban en mi bolsillo. Entonces recordé que le habíamos pedido al chico que nos había ayudado que apartase la furgoneta del escenario y que la aparcase junto a su coche. Posiblemente las llaves del vehículo con el que pretendía huir junto a mis compañeros se encontraban en uno de los bolsillos de aquel muchacho. Nervioso descendí de la furgoneta y miré en el interior del vehículo del difunto chico con intención de usarlo, pero desgraciadamente éste estaba cerrado con llave. Entonces decidí regresar al diabólico bar para recuperar las llaves de la furgoneta, pues posiblemente estarían entre las ropas del finado
muchacho. Crucé la plaza atestada de estáticos zombis mientras que mis compañeros, atónitos, ignoraban lo que yo pretendía hacer. Aun así no dejaron de tocar ni un segundo. Corrí de nuevo por las estrechas callejuelas y llegué al fin al bar. Entonces mi sorpresa fue mayúscula. ¡El cadáver del chico había desaparecido! Solo quedaba de él un inmenso charco de sangre. Entonces vi algo que me llenó de esperanza: detrás del mostrador, entre las botellas de ponche, anís, coñac y otras potentes bebidas, había un radiocasete. Tembloroso, lo puse en marcha.¡Funcionaba! De repente escuché cantar a Julio Iglesias en aquel aparato.
— ¡Maldita sea! —exclamé—. ¡Yo siempre he odiado esta música! ¡Y ahora, en medio de ésta enloquecida noche de zombis, encuentro maravillosa esta deleznable melodía!
Cogí el radiocasete y a toda velocidad regresé al escenario donde mis compañeros, agotados, seguían tocando. Subí al entablado, enchufé el aparato que llevaba en mis manos y lo acerqué a uno de los micrófonos. De repente resonó una canción de Miguel Bosé en toda la plaza. ¡No me gustaba nada lo que oía, pero eso detenía igualmente a los zombis!
— ¿Alguno de vosotros sabe hacer un puente? —pregunté a mis amigos—. ¡No tenemos las llaves de la furgoneta!
— ¡Ni idea! —respondió Ernesto. Raúl y Javi negaron así mismo con sus cabezas.
— ¡Joder! —exclamé decepcionado—. ¡Tenemos que intentarlo o la palmaremos aquí!
Sigilosamente, con evidente miedo de que aquella gente despertase de su letargo, nos dirigimos a la furgoneta y nos introdujimos en ésta. Cerramos las puertas con el seguro y yo mismo intenté hacer un puente. No lo conseguí. Nunca lo había hecho. Me sentí un inútil. ¡Vaya mierda de ladrón de coches estaba hecho! Pero entonces sucedió algo terrible. En la emisora que sonaba en el radiocasete cesó la canción de Bosé, comenzando después una interminable serie de anuncios publicitarios. Los zombis salieron de su sopor y recuperaron el movimiento. Tras unos segundos de desconcierto por su parte éstos descubrieron que mis compañeros y yo estábamos metidos en la furgoneta. Entonces descargaron sobre nuestro vehículo todo su furor. Nosotros, aterrorizados, gritábamos mientras aquellos monstruos golpeaban a la furgoneta y la agitaban salvajemente. Erancomo los fans que había visto en la televisión, acosando a las estrellas de rock. Siempre habíamos deseado triunfar y vivir situaciones semejantes, pero desgraciadamente, aquello no era exactamente lo que vivían las estrellas roqueras. De un momento a otro iban a romper los cristales del vehículo y eso supondría nuestro fin. Pero de repente sucedió algo maravilloso. ¡David Bowie empezó a cantar Starman en el radiocasete! Habían acabado los anuncios en la radio. Era nuestra salvación temporal. Desconcertado reconocí al muchacho que nos había ayudado a montar el equipo. Él era ahora una de las bestias que habían atacado salvajemente a la furgoneta.¡Se había convertido también en un zombi! Con sumo cuidado abrí la puerta y descendí de la furgoneta. Busqué con mis temblorosas manos en sus bolsillos y finalmente encontré las llaves de nuestro vehículo.
¡Estábamos salvados definitivamente! Regresé al asiento del conductor, y con un gran suspiro, encendí el motor. Arranque la furgoneta y tras pasar por encima de algunos de aquellos zombis, y mientras sonaba en aquel pueblo la maravillosa Starman, nos alejamos de allí a toda velocidad.
Ernesto, con rostro airado, me espetó llenándome de sorpresa:
— ¡Jo, tío! ¡Menuda nochecita te has pegado! ¡Nosotros tocando sin parar y tú por ahí, de juerga con los zombis!
Dos horas después llegamos a otro pueblo. Allí había un cuartelillo de la Guardia Civil donde unos soporíferos e incrédulos agentes tomaron nuestra demencial declaración. Al amanecer los agentes de la benemérita nos llevaron a Angustias con fin de comprobar la veracidad de nuestra historia. No encontramos a nadie. El radiocasete seguía sonando en el escenario. Allí estaba la pala abandonada junto a nuestros instrumentos, que a la vez que estos, se encontraba ensangrentada. En el bar hayamos el ya reseco charco de sangre, así como restos de lucha, pero los agentes, a pesar de que nos creían, no encontraron suficientes pruebas como para poder corroborar nuestra historia.
Solo certificaron la total ausencia de habitantes en aquel pueblo. Unos días después, al regresar a la casa de mis padres tras haber estado un rato con mis aún conmocionados amigos, me esperaba una extraña visita. Bajo la seria mirada de mis progenitores, que sospechaban lo peor de mí en esos momentos, se encontraban dos tipos que vestían unos impolutos trajes negros y que deseaban
hablar conmigo a solas. Accedí, confiando en que esos hombres venían a informarme sobre el incidente de Angustias. Pero fue todo lo contrario. Me dijeron que yo no podía contarle a nadie lo sucedido. Si yo, o alguno de mis amigos, decía algo a la prensa, seriamos encarcelados, acusados de varios delitos falsos. Con la pinta que teníamos los cuatro, melenudos y barbudos, eso sería algo fácil de conseguir. Tras asustarme bastante aquellos siniestros tipos, desaparecieron. Mis amigos y yo no volvimos a hablar jamás de lo sucedido en aquella dantesca noche. Estoy seguro que ninguno de nosotros la olvidará jamás. Dejamos de vernos, abandonamos la música, seguimos nuestras vidas. Pero ahora, más de treinta años después de lo sucedido, he decidido contarles a ustedes todo esto. Ya sé que es algo increíble, pero...
¡Escuchen!
¡No vayan nunca a Angustias!
¡Y menos en fiestas!

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