El hombre gris

 

Buenos días, estimados amantes de la ciencia ficción y el terror. Hemos estado un poco ausentes, pero no se preocupen: hemos recibido una cantidad inmensa de relatos y novelas para reseñar, y poco a poco, iremos dando respuesta a las solicitudes. 

El día de hoy les traemos un nuevo relato de ciencia ficción, titulado "El hombre gris".

Su autora es Ana Aleixandre. 

 Esto nos constó sobre su vida:

Nací en Tarragona (España), en 1967. Estudié en las monjas hasta los 18 años. Hice Magisterio, acabando la carrera en 1990, con buenas notas. He trabajado en 23 escuelas, la mayoría de sustituta, hasta que me establecí en Blanes en el 2003. Estuve allí dos años, hasta ir a una escuela en Malgrat de Mar desde el 2005 al 2015. Luego me dieron la invalidez absoluta por enfermedad y ya no trabajo. Tengo 53 años, soy soltera y vivo en Pineda de Mar. Escribo sólo desde hace tres meses.


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Ahora, sin mayores trámites ni dilaciones, el relato:


El hombre gris


Parte 1


Era un hombre gris, con un trabajo gris, en una ciudad gris. Iba camino a casa después de un día de trabajo. Sólo quería paz y tranquilidad. Su mujer, obesa hasta la exageración, estaba cenando delante de la televisión. La casa era una pocilga, pero él, después de interminables discusiones que le producían migrañas, se había rendido.
—¿Dónde están los niños? — preguntó el hombre gris.
—Pues en la cama ¿Dónde si no? — medio chilló su mujer.
—No grites, que se despertarán— dijo el hombre.
—¡Yo chillo cuando me da la gana! —gritó la mujer.

Y empezó a gritarle y salió todo, como de costumbre. No eres un hombre, ganas poco y pasamos hambre y necesidad, no tienes personalidad...El hombre iba encogiéndose ante cada acusación. Y por si fuera poco, los niños, maleducados y mimados, empezaron a chillar y correr por las escaleras.

—¿A qué esperas? ¡Acuéstalos! —chilló la mujer.
Y el hombre, cansado, fue a acostarlos. Fue una lucha de casi media hora. Se habían desvelado con los chillidos y no querían volver a la cama.
Cuando bajó, rebuscó en la nevera algo para cenar. Su mujer apenas hacía nada: no cocinaba, no limpiaba, no planchaba...y no trabajaba. Él se había rendido hacía mucho. Ni siquiera podía divorciarse, pues la pensión lo dejaría casi en la indigencia. Se preparó para irse a la cama. Hacía años que dormía en la habitación de invitados, un zulo con una ventana que daba a una pared de ladrillos, pequeña, estrecha. Apenas cabía la cama y un armario pequeño. Ella decía que roncaba, que no podía dormir, cuando los ronquidos que se oían en toda la casa eran los de ella.
Se fue a dormir sin sospechar siquiera que al día siguiente haría un descubrimiento asombroso, algo que lo sacaría de su sopor y depresión.

Al día siguiente, cuando se preparaba el desayuno con lo que encontró, su mujer aún dormía cuando bajaron los niños en tropel. Les dio el desayuno que pudo y no lo quiso ninguno de los dos. Y, como habían tomado por costumbre, lo tiraron todo al suelo.
—¡Quiero cereales, ahora!
—¡Quiero tortitas!
Él estaba limpiando en parte el suelo. Su hija le dio una patada.
—¿Es que no nos has oído? ¡Mamá tiene razón cuando dice que eres un inútil!
Aquellas palabras ya no le afectaban. Las oía cada día. Miró el reloj. Tiempo justo de despertar a su mujer e irse a trabajar. Con los niños berreando en la cocina, subió pesadamente a la habitación de matrimonio.
—Me voy, los niños no han desayunado— dijo el hombre.
—¿Para eso me despiertas Dales tú el desayuno. Si llegas tarde no te va a pasar
nada— dijo su mujer.
—Tengo que irme— dijo el hombre.
Una sarta de gritos le siguió hasta la puerta, mezclados con los de los niños. Silencio, sólo quería eso. Al salir a la calle, experimentó un gran alivio.


Parte 2

Fue a la oficina, como cada día. No tenía amigos, ni siquiera nadie con quien hablar. Comía solo, escuchando las conversaciones de los demás. Era demasiado apocado para intervenir y estaba seguro de que los demás trabajadores ni reparaban en él. Trabajaba de contable en una empresa maderera. Era lo único que había podido encontrar con su currículum mediocre.
Nada más llegar, el jefe le gritó desde la puerta de su despacho que fuera
inmediatamente. Con el habitual retortijón en el vientre, acudió.
—¿Has visto este informe? ¡Tiene cinco fallos! ¡CINCO! Ya te he avisado otras
veces, Sommers. A la próxima te despido y va de veras. Ahora lárgate a trabajar. Quiero esto corregido a mediodía— gritó el jefe.
—Sí señor Faraday— murmuró Sommers.
El informe no lo había hecho él. No le sonaba de nada. Como las otras veces que le habían llamado la atención, éste lo había hecho Harvey, su ayudante. A veces le
mandaba tareas cuando estaba muy agobiado por el trabajo. Se suponía que repasaba todo lo que hacía Sommers, pero estaba la mitad del tiempo tomando café y ligando con las secretarias. Sommers nunca le había llamado la atención, ni dicho que por su culpa él se llevaba todos los varapalos. Harvey tenía una personalidad atrayente y muy festiva y a todos les caía bien. A él le intimidaba, como casi todo el mundo, pero, sacando fuerzas de flaqueza, fue a hablar con él, con todos los informes erróneos consigo.

—Harvey ¿Podemos hablar un momento? —preguntó Sommers.
—¿Es que no ves que estoy ocupado? —respondió sorbiendo café.
—Es importante— dijo Sommers al límite de su resistencia.
—Vale ¿qué quieres? —preguntó Harvey.
—El señor Faraday me ha echado la culpa por unos informes que no he hecho yo—explicó Sommers.
—¿Y qué?
—Que quiero que vayas a decirle que todos estos informes son culpa tuya, no mía—se sorprendió diciendo Sommers.
Esperaba carcajadas, comentarios mordaces, una discusión, pero Harvey tomó los
informes y fue directo al despacho del jefe. Sommers se quedó con la boca abierta. Lo había conseguido, se había enfrentado a sus miedos. No entendía que Harvey le hubiera hecho caso.
Los gritos no se hicieron esperar. Claro que él no confiaba disculpas del jefe, pero
con eso se daba por satisfecho.
El resto del día Sommers le ordenaba a Harvey hacer cualquier trabajo y lo llevaba a cabo sin discusión.
Estaban a final de mes y había que cuadrar los balances. La gente tenía los nervios a flor de piel y había discusiones subidas de tono. Ese mes no fue una excepción. Dos contables se enzarzaron por unos informes y la discusión fue acalorándose. Parecía que iban a llegar a las manos. Sommers, con su nueva confianza, fue hasta donde estaban los dos hombres. Echaban chispas. Entonces ocurrió un hecho sin precedentes: Sommers dijo:
—No os peleéis.
Los dos hombres bajaron los brazos, dejaron de gritar y su cuerpo se relajó. Se fue cada uno a su cubículo y siguió trabajando. Dos o tres le miraron con un poco de extrañeza. Y eso fue todo.
Regresó a su mesa, con Harvey trabajando con ahínco. Una idea peregrina cruzó por su cabeza. La desechó por fantasiosa. Pero volvía una y otra vez. Cuando era niño conseguía siempre lo que quería. Después en la escuela fue como si dejara de funcionar, al convertirse en el niño gris sin amigos, igual que en la secundaria, o en la escuela de contabilidad. Al volverse invisible. Pero ahora funcionaba: podía hacer que los demás hicieran lo que él quería.


Parte 3

Con la cabeza llena por su descubrimiento, empezaron a asaltarle dudas. Como se
sentía siempre como un cero a la izquierda, comenzó a vacilar. ¿Y si todo había sido una casualidad?
Cuando llegó a casa, el mismo panorama de siempre le recibió. Los niños saltando por doquier, la cena sin hacer y su mujer mirando la televisión comiendo palomitas. Lo que habían tirado los niños en el desayuno seguía en parte en el suelo.
—¿Has ido a comprar? — preguntó Sommers.
—No. Aún queda comida. O pide algo. Y déjame ver el programa.
Sommers, hastiado hasta más no poder, se preguntó “¿Por qué no? Lo voy a intentar”.
—Deja la televisión y ve a preparar la cena ¡ya! —ordenó Sommers.
Y para su sorpresa, su mujer se levantó, apagó la televisión y fue a la cocina.
—¡Primero friega esos platos! —le exigió él.
Se oyó el tintineo del cristal.
En esos momentos, Sommers dejó de ser el hombre gris para convertirse en una
persona importante a sus ojos, con un don que le facilitaba la vida.
En cuanto a los niños, los mandó con una orden a que arreglaran sus habitaciones
antes de la cena. Por primera vez, hubo paz y tranquilidad en la casa. Cenaron
tranquilamente y su mujer recogió los platos y los fregó.
—Mañana iré a comprar— dijo su mujer—.No tenemos nada en la nevera.
—Cuando vuelvas limpia la casa. Esto es una pocilga. Quiero que esté limpio para
cuando yo llegue.
—Muy bien— dijo la mujer.
—¡Ah por cierto! Tú dormirás en la habitación de invitados a partir de ahora. Yo lo haré en el dormitorio principal.
—Sí— dijo la mujer.
Sommers estaba radiante. Su familia obedecía, su ayudante acataba sus órdenes, y ¡sólo con hablar con firmeza. Tenía un poder que parecía ilimitado sobre las personas.                                                                                                                        


Parte 4

Al día siguiente, en la oficina, su ayudante estaba en la máquina de café, charlando con unos y otros. Sommers le ordenó que fuera a su mesa, que había mucho trabajo que hacer. Dejando una conversación a medias, fue tras su jefe, se sentó y empezó a trabajar.
A eso de las once, ocurrió un hecho extraordinario. El jefe salió de su despacho con la radio. Solía escucharla mientras trabajaba. Pero esta vez gritó:
—¡Todos en silencio! ¡Hay un desastre mundial!
La radio, a todo volumen estaba hablando de cientos de naves espaciales que habían surgido de la nada y que se mantenían inmóviles en las principales ciudades del planeta. El ejército y la Guardia Nacional habían sido ya movilizados. El locutor, a todas luces aterrorizado, hablaba de naves inmensas que nuestros radares no habían podido captar.
Este comunicado se repetía una y otra vez, pues no había novedades reseñables.
El jefe, nervioso, les ordenó que se fueran a casa. Sommers no creía que ninguna de las naves se parase en su pequeña ciudad, pero cogió su abrigo y se fue.
Cuando llegó a casa, vio el panorama de siempre. Todo mangas por hombro, su mujer mirando la televisión a todo volumen, y loa niños, que habían vuelto pronto de la escuela, peleándose en el piso de arriba. Su poder no era permanente. Sólo duraba unas pocas horas.
—¡Eh, tú! ¿Por qué duermo yo en el cuarto de los invitados? Es un asco de
habitación— gritó su mujer por encima del televisor—. Que no pase más. Ése es tu cuarto. Y ya puedes ir haciendo la comida yo estoy mirando los ovnis.
—La comida la harás tú ahora mismo— dijo Sommers.
En un momento, estaba de pie yendo a la cocina.
—¡Vosotros dos! ¡A hacer los deberes ¡ya!- ordenó Sommers.
El ruido se acabó de inmediato.
Durante meses, no hubo ningún cambio en las naves. La gente iba acostumbrándose a su presencia y la mayor parte del día ni pensaba en ellas. Aviones de todos los ejércitos del mundo las habían sobrevolado y lo último que se explicaba era que en realidad estaban estropeadas, varadas en nuestro mundo, lejos de su destino. Sommers y los demás habían vuelto al trabajo. Y él aprovechó para mejorar sus nuevas dotes: daba órdenes, a veces absurdas, a diestro y siniestro. Estaba obsesionado con el tiempo que duraban los efectos. Más allá de la jornada laboral seguro, pero al día siguiente su ayudante Harvey ya estaba perdiendo el tiempo con las secretarias.

Parte 5

Se había intentado contactar con ellos sin resultado. En todas las lenguas, con las
matemáticas, con la física, con el arte...nada. Parecía que se iban a quedar allí para siempre.
Un día, las naves empezaron a cambiar de posición. Los gobiernos lo percibieron
como algo amenazador y aquello fue el comienzo de los ataques en masa de la mayoría de países, pues todos tenían naves en su cielo. Se lanzaron las armas más poderosas que poseían, pero no les hicieron mella.
Se dedujo que el material del que estaban construidas era desconocido. No sabían cómo traspasarlo. Un hecho a remarcar fue que ellos no contestaron al fuego enemigo en ningún momento. Los gobiernos se declararon impotentes ante aquella amenaza casi inmóvil.
Imperceptiblemente, las naves fueron acercándose a la Tierra, ante el temor de todos los ciudadanos. Cuando la primera nave aterrizó, lo hizo en Nueva Delhi. Era mucho más grande que lo que se apreciaba desde el cielo y miles de habitantes, aterrorizados, abandonaron la ciudad. Los que quedaron pudieron ver cómo la puerta se abría al fin, surgía una rampa y aparecían bastantes seres blancos, muy altos y delgados, con brazos y piernas enjutos. Su cabeza parecía la caricatura de la de un ser humano y brillaba de un modo antinatural a la luz del sol. Todas las televisiones, todas las radios del mundo estaban allí.
La mayoría de habitantes que quedaban se habían procurado armas, desde fusiles a cuchillos. Y aguardaban. Los seres no se movían de la rampa de salida. Extrañamente, parecían gozar de la luz del sol. No parecía importarles el gentío reunido ante ellos.
Uno de ellos emitió lo que parecían chirridos y gruñidos. Los demás contestaron.
empezaron a bajar. Cuando llegaron al suelo, la gente vio que eran mucho más grandes de lo que parecían.
Se encararon con la multitud. Nadie sabe quién hizo el primer disparo, pero en
seguida le siguieron muchos más. Los seres permanecieron quietos, inmunes a las armas. Entonces, una oleada invisible pareció traspasar las mentes de la gente. En su idioma, escucharon:
—Subid a la nave. No os haremos daño.
Unos pocos no oyeron nada. Y vieron estupefactos cómo los habitantes subían a la
nave, como si estuvieran dormidos. Llegaban de todas partes, incluso de los suburbios más alejados. Los pocos inmunes vieron estupefactos como los seres tocaban tierra e iban hacia ellos. Los cogieron con brazos de hierro y les obligaron a entrar. Una vez estuvieron a bordo, la nave partió. Y no volvió jamás.
Las imágenes fueron distribuidas en todo el mundo, hasta que la orden de los seres tuvo efecto. Los cámaras y locutores fueron presa de los entes y sólo se pudo grabar el inicio de la entrada de la gente en la nave.
Todos los países estaban en alerta. Estaban seguros que aquello se volvería a repetir.
Y no sabían cómo evitarlo. Cientos de naves orbitaban la Tierra, las suficientes para reducir un sexto la población mundial, según cálculos optimistas.
Una vez empezaron, los seres no se detuvieron. Cada vez eran más las naves que
bajaban. Los humanos se defendían como podían: se escondían en sus casas, en sótanos, se iban de las ciudades a pueblos pequeños donde no había naves...Era inútil. Una vez los seres daban sus órdenes, todos acudían, no importaba la distancia. Los inmunes eran perseguidos por los entes y acababan en la nave.


PARTE 6

Cuando Sommers vio que una nave bajaba sobre su ciudad, ésta estaba desierta.
Estaba medianamente seguro de que su poder le haría inmune, pero nada más. ¿Pero cómo luchar contra ellos?
Cuando la nave bajó, la gente empezó a acudir en masa a la llamada de los seres.
Tenía razón, él era inmune. Se quedó quieto, esperando acontecimientos. Cuando un ser se le acercó y le cogió por los brazos dijo sin pensar:
—¡Déjame, bestia inmunda!
El ser lo soltó y se quedó quieto. Sommers se quedó más que asombrado. ¿Su poder funcionaba con ellos? En aquel momento los entes estaban cogiendo a más inmunes.
Vio a una chica debatirse.
—¡Suéltala! —exclamó Sommers.
Y funcionó. Se quedaban quietos como esperando órdenes. Recorrió toda la zona
liberando inmunes. Uno de los seres tenía cogido a un hombre por el cuello. Él asió al extraterrestre por los brazos y le ordenó soltarlo. El ser no sólo lo soltó, sino que quedó paralizado en la misma postura en que lo encontrara Sommers, como si los efectos de su poder al tocarlos se multiplicaran.
“Dios, si los toco, se refuerza mi poder:”
Sommers esperó a que la nave despegara. No lo hizo. Se quedó allí, cerrada, como esperando algo. Sommers ahogó un quejido. Estaba seguro de que esperaban a los inmunes que él había liberado. Ahora sería una amenaza constante para su ciudad.
Cuando fue a su casa, Sommers la encontró vacía. Ya se lo esperaba. Y con asombro, reconoció que no los echaba de menos.
Los ciudadanos que quedaban habían organizado una reunión esa noche. No eran más de cincuenta. Sommers no sabía para qué serviría aquello. No sólo iban los inmunes que él había liberado, si no también gente que de un modo u otro no habían subido a la nave.
El que parecía el líder era un hombre corpulento que llevaba un cuchillo al cinto.
—¡Ciudadanos! Nos hemos reunido para organizarnos. Somos muy pocos y la ciudad es grande. Propongo que la abandonemos y vayamos a un pueblo para volver a empezar. No sabemos por qué la nave sigue aquí, pero cuanto más lejos de ella, mejor.
Pero Sommers tenía ideas propias, arriesgadas, peligrosas e incluso suicidas. Su nuevo poder de tocar a la gente era muy eficaz y podía ser usado en contra de los seres. Si el plan que tenía en mente funcionaba, se acabaría la pesadilla.
Cuando acabó la reunión, fue a hablar con el líder. Era la conversación más difícil que había tenido en su vida. Lo encontró rodeado de hombres como él, fuertes y decididos.
Ahora le costaría más.
—Quiero hablar con usted. ¿Cómo se llama? —preguntó Sommers.
—Reardon. ¿Qué quiere?
—Tengo un plan para acabar con los extraterrestres— dijo Sommers sin tapujos.
Unas grandes risotadas estallaron en la sala. Sin hacer caso, Sommers se dispuso a revelar su secreto.
—Puedo hacer, con una orden, que la gente haga cosas. Si los toco, es más
permanente— dijo Sommers de un tirón.
En vez de risotadas, hubo silencio. Reardon dijo:
—Demuéstralo.
—Poneos todos de rodillas— ordenó Sommers.
Como un solo hombre, se arrodillaron todos, incluso Reardon.
—Podéis poneros en pie— ordeno Sommers.
Los hombres se miraron entre sí. Aquello era increíble.
—¿Qué es? ¿Telepatía? —preguntó Reardon.
—¡Oh no! Sólo lo digo y pasa— contestó Sommers.
—¿Funciona con los seres? —preguntó Reardon, cauteloso.
—¡Oh sí! He liberado a los inmunes que habían cogido con una orden. He tocado a uno y se ha quedado inmóvil—contestó Sommers.
—Cuéntanos tu plan. Si tienes poderes, quizá funcione— dijo Reardon.
Y Sommers les contó su plan. Que los necesitaría a todos para que les guardara las espaldas y que sabía que tenía todos los números para ser un acto suicida. Muchas cosas podían fallar y estarían indefensos en más de una ocasión.

—¡Bien! ¿Quién se apunta? —preguntó Reardon.
—Creo que todos, jefe. Acabemos con esos malditos.
—Recordad que no hace falta llevar armas. No les provocan daños— dijo Sommers.
—¿Y bien? ¿Cuándo lo hacemos? —preguntó Reardon.
—Lo antes posible. Necesitamos esa nave— dijo Sommers.


PARTE 7
Al día siguiente, al alba, ya estaban reunidos. No se querían acercar a la nave, pero no les quedaba más remedio.
Sommers se aproximó, solo, a la puerta de la nave. Delante, dijo:
—Abre la puerta.
Y la puerta, lentamente, se abrió. Entraron todos, esperando encontrar un ejército de aquellos seres. Pero sólo había tres, a los que dos Sommers inmovilizó con una orden.
El tercero, guiado por él, les llevó al puente de mando. No encontraron a nadie. No había piloto. Era un grave problema para su plan, pero Sommers ordenó al ser que lo fuera a buscar. El ser dudó. Lo cogió del brazo con fuerza y repitió la orden. Esperaron en el puente hasta que apareció un ente a quien Sommers cogió del brazo y le ordenó que lo llevara a la nave de su jefe. Pareció dudar de nuevo y le cogió por ambos brazos, repitiéndole la orden. La nave despegó.
—¿Y los prisioneros? —preguntó Reardon.
—Si los liberamos ahora, se acabó el factor sorpresa— dijo Sommers—. Ya los
dejaremos ir después, no te preocupes.
No reconocieron el lugar donde aterrizó la nave. Todo lo que se veía eran campos.
Lógico. El jefe debía permanecer a la retaguardia de la acción. Bajaron y repitieron el mismo procedimiento que en la otra nave. Sommers notó una
resistencia desconocida para él, pero perseveró. Cuando se abrió la rampa, docenas de seres los estaban mirando.
—¡Quietos! —exclamó Sommers, gritando. Les tocó el brazo a cada uno de ellos,
menos a uno, al que pidió que lo llevara ante el jefe.
—¿Sabes? Si alguno se te resiste, les podemos dar un buen puñetazo. Funciona— dijo Reardon.
Sommers estaba muy ocupado con el ser que tenía que llevarle hasta el jefe. Se
despertaba muy rápido. Sommers le cogió por los brazos, por la cabeza y finalmente cambió la orden:

—Quiero ver a tu jefe. Venimos en son de paz.

Aquello funcionó. Encontraron innumerables seres por el camino, señal que iban bien encaminados. Sommers empezaba a notar signos de fatiga, pues eran docenas los que encontraban a cada paso, la mayoría reticentes. Acabaron frente a unas puertas enormes flanqueadas por dos guardias. Sommers dio la orden de abrir. Otra vez la maldita resistencia. Cogió un guardia del brazo y le dijo las mismas palabras que al ser. La puerta se abrió. Un ente, mayor que los demás, estaba en una especie de asiento elevado. A su alrededor, una docena de guardias, esta vez armados con una especie de bastón. Para su pasmo, no respondieron en absoluto ante sus órdenes. Eran más grandes, más corpulentos, como su jefe. Quizás pertenecieran a especies diferentes.
—Nosotros nos ocupamos. Tú ve al jefe— dijo Reardon.
Y empezó una lucha cuerpo a cuerpo. Los hombres de Reardon se defendían a
puñetazos y patadas.
Sommers cogió fuerte de ambos brazos al jefe. Tenía que dar las órdenes exactas.
—Jefe, venimos en son de paz. Ahora vas a liberar a los prisioneros. Luego os iréis a vuestro planeta y no volveréis jamás. No recordarás haber estado aquí.
El jefe no movió un músculo. Sommers dijo lo mismo una y otra vez, cogiéndole de los brazos, y según recordó que había hecho para liberar un inmune, agarrándolo por la cabeza. Ya no sabía qué más hacer sino aguardar si había dado resultado. Sommers y los hombres esperaron. Los guardias estaban todos en el suelo. Había una portilla y miraron por ella. Salía gente de la nave.
—¡Vámonos! —dijo Reardon.
Estaban fuera en menos de cinco minutos. La nave se cerró y se fue. A lo lejos se

veían naves que hacían lo mismo. “Ha funcionado” “Se acabó” pensó Sommers.


PARTE 8

Después de todos los parabienes, homenajes e imposición de medallas, la vida para Sommers continuó igual. Su mujer y sus terribles hijos habían vuelto y él estaba harto de dar órdenes cada día para que arreglaran lo que habían desarreglado antes. Pensando en el divorcio y la pensión, cambió de trabajo en una ciudad vecina. Ahora era profesor de contabilidad, con mejor horario y mejor sueldo.
Cuando le dijo a su mujer que quería el divorcio, le montó un escándalo. Ahora
tendría que trabajar. Pero él le enseñó los papeles. Sólo tenía que firmar. Le pasaría una pensión. De todas formas, él se iba de casa. Tenía un apartamento en la ciudad vecina y una compañera de trabajo con la que había salido algunas veces. Era feliz. Jamás usaba su poder. Había hecho prometer a Reardon y sus hombres que no lo contarían.

Ya no era un hombre gris, con un trabajo gris en una ciudad gris.

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