EL BULTO

 

Muy buenos días, estimados amantes de la ciencia ficción y el terror. El día de hoy les traemos otro relato. Éste se titula "El bulto" y pertenece a Rocío Ravera.

Ella se autodescribe de esta manera:

"Mi nombre es Rocío Ravera, soy uruguaya y bibiotecóloga de profesión.

Escribo cuentos y poesía, que en un principio sólo compartía con familia y amigos.

Pero este año empecé a subir mis producciones a un blog personal llamado 

Cualquiercosario. Y como me encanta leer en voz alta, también difundo mis obras 

como audio en un canal de Youtube y en Spotify.

Otras redes donde me pueden contactar son Facebook, Instagram o Twitter.


Blog: cualquier-cosario.blogspot.com

Facebook: Cualquiercosario.-

Youtube: https://www.youtube.

Twitter: @rocioravera1

Instagram: rociorav"


El bulto



—Mami, ¿vamos a pasar por donde está el cadáver?

.—Mi amor, ¿de qué me estás hablando?

La niña tironeó del codo de la madre, meciéndose bajo el peso de la mochila rosada.

—El cadáver mamá, el cadáver que está enterrado en la vereda. ¿Vamos a pasar por donde está el cadáver?

— ¿No habrás estado viendo otra vez la peli del cadáver de la novia, no?

La sonrisa de la madre se cerró en asombro cuando dos esquinas y media cuadra más tarde, en la estrecha vereda se levantó ante ellas un montículo de tierra, cercado por dos conos de señalización y una cinta blanca con rojas letras de PARE. Ana se acercó cautelosa, y tanteó el bulto con la punta del zapato.

—Debe de ser algún caño del agua roto, chiquita.

Apartó de sì el pensamiento del cadáver y temblando reanudó el camino a casa.

Desde la parada de ómnibus hasta el apartamento siempre hacían el mismo recorrido. Iban en piloto automático, de avanzada la madre apurada cargada con la compra y la niña unos pasos más atrás, a saltitos de gorrión cargando con su mochila.

El repecho se hacía interminable y antes de llegar a casa hacían una pequeña pausa para ver al gato del vecino, que se pavoneaba en la vereda, cola amarilla enalto. La niña lo perseguía entre las hojas crujientes, y le pasaba la mano por el lomo para sentir el suave ronroneo.

— ¿Viste qué bonito, mami? ¿No podemos tener uno? Pobrecito...—dijo meneando la cabeza

— ¿Qué le pasa a Ulises, además de que ya tiene dueño?— dijo la madre.

— Nada, nada, no le pasa nada.

Ana sabía que era mejor no insistir. Sintió resonar en su cabeza las palabras de la maestra esa mañana. Isabel es una niña muy sensible, pero yo que usted estaría atenta. A veces hace unos hace unos comentarios... inusuales. El otro día insistía en haber visto en la escuela al abuelo de uno de los niños, lo que no sería raro si no fuera porque el abuelo falleció hace ya más de dos meses.

—Isabel, mi amor. ¿Tu viste en la escuela al abuelito de Jorge?

— Sí, mami. Estaba en la puerta, a la salida.

—Pero Isabel, tu sabés que el abuelito de Jorge se fue al cielo hace unos meses.

—¿Cuando la gente se va al cielo ya no la podemos ver más?

Ana no supo qué responder. Aceleró el paso y subió la escalera a zancadas, e Isabel resoplaba tratando de alcanzarla con su tranco corto.

—Mami, ¿estás enojada?

—No mi amor, estoy cansada.

Esa misma la noche habló con Pablo sobre el comentario de la maestra, y lo discutieron al terminar la cena.

Isabel dormía en un sillón frente al televisor. Hablaban en susurros, como si ella pudiera oírlos, mirándola de vez en cuando de reojo. Pablo, como siempre, no le dio gran importancia. Los niños tienen mucha imaginación, además andá a saber cuántos abuelos con boinas esperan a sus nietos a la salida de la escuela. Seguro que se equivocó de viejo. Pero si no te deja tranquila, siempre podemos hacer una consulta al sicólogo. Isabel respiraba pesadamente, perdida no sé en qué distante sueño. Ana acarició la suave mejilla sonrosada y la tersa piel de sus manitos regordetas. ¿De dónde viene esa extraña paz que da ver a un niño dormido?

Pasaron los días y Ana no podía dejar de pensar en el bulto. Si llegaba del trabajo sin Isabel, lo evitaba.

Pero siempre volvía. Decidida a enfrentar el miedo, en ocasiones se obligaba a pisarlo bailando un extraño malambo, mientras repetía como un mantra: noesuncadaver, noesuncadaver, noesuncadaver.

El bulto de tierra se fue haciendo una parte fija del paisaje. La hojarasca dio lugar a las pelusas de los plátanos y el gato amarillo fue suplantado por un afiche clavado en todos los árboles del barrio. Lo buscamos por todas partes, lloraba la dueña. Nunca se va de casa más de unos días. Si saben algo...

—El gatito no va a volver —dijo Isabel muy seria, con su mochila a cuestas.

Ana tiró con brusquedad del brazo de la niña, y la empujó escaleras arriba, dejando a la vecina boquiabierta.

—Isabel, ¿por qué dijiste eso?

Isabel, hipaba entre lágrimas y mocos, repitiendo una y otra vez:

—El gatito no va a volver.

La madre la anidó en su abrazo, acariciándole el pelo, pero sintiéndose tan lejos de su niña y dolida por la intuición de que el desconsuelo no acepta más compañía que la soledad.

Pocos días más tarde encontraron al gatito a unas cuadras de la casa. Un auto lo había atropellado. Ana necesitaba encontrar una explicación, algo que le dijera que todo estaba bien, que era normal, pero se sentía eternamente transitando en un círculo vicioso de preguntas.

El bulto, en cambio, seguía en su lugar, y las molestas pelusas de los plátanosdesaparecieron en el fresco verdor de las hojas.

Una tarde soleada, al volver de la escuela, Ana vio a lo lejos la multitud en la vereda. La calle cortada, flashes, patrulleros y una jauría de curiosos que se abría paso a codazos para sacarse fotos con sus celulares. La inquietud le dio un puñetazo en el vientre y luego trepó por el pecho. El bulto, Dios mío, es el bulto.

Media cuadra atrás, Isabel jugaba a evitar las grietas en las baldosas.

Ana se perdió en una suerte de música con sordina y luces intermitentes. Y le llegó el olor, el olor muerte, a carne putrefacta apuñalándola con certeza, tan cierto comola cinta blanca con rojas letras de PARE que volvían a rodear el bulto del cadáver.

Pare, pare, pare.... Paren, paren paren...

En cuatro zancadas recorrió la cuadra y detuvo a la niña. Tomó su carita con delicadeza y por unos segundos se asomó al abismo de su mirada, para luego apretarla contra sí con fiereza, hundiéndola en su pecho, la bilis quemándole la garganta.

—No mires mi amor, no mires. Cerrá los ojitos que hoy vamos por la otra calle. La vereda está cerrada porque están arreglando el bulto.

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