TERCER PREMIO DEL CONCURSO: XENORESET

 

Muy buenos días, estimados amantes de la ciencia ficción y el horror. En la oportunidad les traemos el relato ganador del tercer lugar en el concurso de la Revista, titulado "Xenoreset". Es de autoría de Javier Lobo.

Javier Lobo es el pseudónimo tras el que se oculta un escritor andaluz residente en Sevilla. A lo largo de su aventura bloguera ha recibido numerosos premios por parte de otros autores de la Blogosfera, y ha llegado a tener su propio programa de radio, “El Brillo de la Tinta”, en la emisora digital Epika Dial (http://www.epikadial.com/).

Ha participado en diversos concursos, siendo seleccionado para antologías en Diversidad Literaria, Editorial Donbuk, y Editorial Pulpture.

También ha colaborado con las revistas digitales “Círculo de Lovecraft” (números 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10 y 12, así como en los suplementos “Tentáculos y Cuervos” y “Visiones de un Japón Oscuro”), “Vuelo de Cuervos” (número 7), “Aeternum” (Extrahumanos-Mutaciones), o el fanzine de aparición anual “From Outer Space” (números uno y dos).

Éstos son los link a sus redes sociales:

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Sin mayores preámbulos, el relato:

 

XENORESET


Me despierto una vez más en un tugurio de mala muerte sin saber cómo he llegado allí. El vaso está vacío y, como en la canción de Barricada, lo veo todo en blanco y negro. Cuando mi mirada se aclara un poco veo a Jose limpiando un vaso con un trapo sucio que ha conocido mejores años mientras sus enormes tetas se agitan con cada movimiento de sus hombros.

—Hombre, ya has vuelto con nosotros —me dice con un cigarrillo humeante prendido en la comisura de sus labios. La punta es casi todo ceniza, y no tarda en precipitarse al vacío y dejar a la vista el ascua humeante—. Pensaba que ya no ibas a resucitar, joder.

—¿No tienes que llevar puesta la mascarilla por lo de la plaga?

—¿No tienes que irte a tomar por culo por ahí, detective?

No recuerdo nada de nada. Por más que intento hacer memoria, no logro recordar qué he estado haciendo las últimas veinticuatro horas, ya no digamos cómo cojones he llegado aquí.

Menudo detective estoy hecho.

Mi puta memoria de pez.

Escucho a dos tipos hablando por lo bajini en una esquina. Me fijo en ellos de manera discreta. Sus bisbiseos son poco menos ininteligibles, salvo que sepas un poco de aklo, una verborrea muy de moda entre los criminales que es poco menos que un galimatías que no hay manera de desencriptar. De hecho, hay quien ya lo está utilizando para el xenohacking, y han creado unamaraña tan intrincada que resulta del todo imposible desenredar el misterio de sus códigos HTML.

Logro pillar algo: compuesto West. Una nueva droga sumamente adictiva que está barriendo las calles. La policía y los servicios médicos están colapsados por su culpa. No se tenía suficiente con una puta pandemia mundial cuando a algún iluminado de mierda le dio por metabolizar en un laboratorio de mierda el jodido compuesto de los cojones. Tiene una adicción del cien por cien, desde el primer momento. Si la tomas, estás perdido hasta que te mueras.

Lo de morirse es literal. O no, depende de a quién le preguntes.

Hará un par de meses, en un caso de desaparición que me pasó la policía una vez que mi cliente se puso en contacto conmigo —y previo untamiento de las manos apropiadas— para que localizara a su hija, hablando con uno de los investigadores del caso, me dijo que sospechaban que la niña estaba en alguna parte de las Sociales, adicta al West hasta las trancas, pero me dijeron que no me acercase por la zona, ya que los adictos estaban teniendo unos delirios muy raros en los que se hablaba de zombis caníbales que devoraban a la gente.

Estuve dando vueltas entre escombros, ratas y basuras durante casi dos horas. No había pisoteado tanto las sociales desde mi época de madero, y de aquello ya hacía una eternidad. Para cuando localicé a la chica, su aspecto era poco menos que monstruoso, con la piel reseca retraída sobre las facciones de tal manera que los dientes y las encías quedaban a la vista, y la ropa le caía lánguida, mil tallas mayor que ella. Caminaba a trompicones, con la miradaperdida. Los ojos parecía vidriosos, pero no era solo por eso, sino porque el compuesto West le había borrado la pupila hasta no dejar más que apenas un par de diminutas manchas de un blanco lechoso sobre los globos oculares.

Intenté hablarle, pero lo único que logré fue que se me abalanzara con los brazos por delante y dando dentelladas al aire, buscando morderme el cuello. No tuve que hacer un gran esfuerzo para tumbarla. Rápidamente, eché mano a la escopeta. Algunas miradas curiosas me observaban desde unas ventanas en los grises bloques de edificios. Por un momento temí que me fueran a arrojar ácido o algo así, pero me equivoqué. Una voz pastosa y nasal me dijo:

—Lárgate de aquí, que ya vienen.

No quise comprobar a qué se refería. Saqué un rollo de cinta adhesiva del bolsillo y le inmovilicé las muñecas, los tobillos y, por si acaso, la boca antes de salir a escape de allí. No me detuve hasta llegar a la casa del ricachón. La cosa a la que llamaban hija seguía inconsciente y apenas respiraba, pero el equipo médico que tenía a sus espaldas se hizo cargo de ella inmediatamente.

El compuesto West era la droga de moda, y los criminales que la movían hablaban aklo que, por norma, están forrados, y eso era justamente lo que a mí me faltaba desde...

¡Joder, que no recuerdo la última vez que tuve un caso, coño!

Memoria de pez.

Me levanto tambaleándome. El whisky sintético es lo mejor que me puedo pagar ahora mismo. Por suerte, me dejaron los inhibidores químicos que me instalaron en mi época de poli, lo cual es una ventaja, pues se cargan los excesos de alcohol, drogas, o lo que sea que me entorpezca en ese momento para pasar a la acción en segundos. Joder, se cargan hasta las indigestiones.

Me tambaleo haciendo mi papel de borracho mientras busco un arma de las que porto habitualmente, pero me recorre un escalofrío cuando me doy cuenta que no llevo. Bueno, estos tíos, con suerte, no llevarán ningún cacharro encima... por debajo del .40 S&W, lo que me garantiza una muerte casi segura.

Al pasar junto a ellos se callan, no sin antes escuchar que los veinte mil están en el depósito de la cisterna. Por suerte, el bar de Jose es de los antiguos, y solo hay un meódromo y, por tanto, una sola cisterna.

Entro en el wáter y me dirijo a toda velocidad hacia la cisterna cuando la puerta se abre con un estampido. Maldigo en silencio. Intercambian miradas suspicaces mientras pronuncian palabras en aklo:

—Ya te dije que no estaba borracho.

—¿Cómo es que se ha enterado? —pregunta el segundo, aún confundido.

—¡Es un poli! —deduce el primero, llevándose la mano a la espalda—. ¡Cárgatelo!

Me muevo deprisa. No les doy opción: a uno le aplasto la nuez de Adán; al otro le golpeo los ojos hasta que el nervio vago se colapsa y pierde la consciencia y casi los dos ojos, que ahora parecen un par de mandarinas delcolor de las berenjenas. Me vuelvo. El otro tiene las manos en la garganta y patalea frenético con los ojos casi a punto de saltar de sus órbitas. Finalmente, con los labios cerúleos, su cuerpo se relaja y el aire se impregna de un potente olor a mierda.

Dos cero a mi favor. Por ahora.

No pierdo el tiempo. Rebusco en sus bolsillos. No encuentro pasta, pero sí unos cuantos viales del West. No encuentro pasta.

Eso me pone muy nervioso.

Sigo rebuscando. Les encuentro un par de buenos cacharros del .45 ACP, pero no encuentro el puto dinero. Estudio con rapidez las armas como en mis viejos tiempos en la poli. Están modificadas y muy mejoradas. De fábrica salen por unos seiscientos o setecientos, pero con la de cosas que les han puesto, pueden irse tranquilamente a los dos o tres mil. Eso sin contar con el silenciador que les han colocado.

Se abre la puerta de golpe. La silueta de Jose se recorta en el umbral sosteniendo sobre la cabeza un bate de béisbol de aluminio. Lo único que la detiene de abrirme la cabeza es que la he encañonado con las dos pistolas que les he sacado a los cadáveres. Mira el panorama que le he dejado y aprieta los dientes.

—Esto lo vas a limpiar tú, ¿verdad? —No me lo está preguntando como amiga.

Asiento en silencio. Le enseño los botes de droga y el color desaparece de sus hermosos y redondos pómulos. Murmura un “no me jodas” con un hilo de voz, y entra apresurada dentro del cuarto de baño. Cierra detrás de sí con el pestillo y me mira con preocupación.

—No te preocupes —Mi tono de voz se ha vuelto más profesional—. Yo me encargo de todo.

No es la primera vez que hago una limpia, precisamente. Es una de mis muchas virtudes barra habilidades como sabueso, siempre a cambio de un buen estipendio por mis servicios.

—Necesito sacar a estos dos de manera discreta —le digo.

Jose sale y vuelve al cabo de un minuto con un contenedor de basuras con ruedas y un rollo de bolsas de basura. Envolvemos a los fiambres en las bolsas antes de tirarlos dentro del contenedor. Cuando se agacha, veo el bulto del miembro entre las piernas de Jose. Nunca se ha querido operar, por miedo más que nada. Pero eso no le ha impedido tener parejas duraderas y no pocos

compañeros de cama cuando así lo ha querido. Vista desde fuera, es un espectáculo de mujer, y no sabrías que antes de ser María José fue José María si no la conoces de antes, como yo.

Cuando saco los dos cuerpos, la marea de borrachos que inunda el local no me presta la más mínima atención. Le guiño un ojo a Jose para decirle que no se tiene que preocupar por nada.

Conduzco con rapidez hasta llegar a la marisma. Esta noche no hay controles para el cumplimiento del cierre perimetral local. Acabo de aparcar la furgo de Jose en un punto que solo yo conozco de mi época de poli —de encontrar y tirar cadáveres, básicamente— y me dispongo a deshacerme de los cuerpos cuando escucho un ruido.

Un escalofrío me recorre. Algo va mal.

El ruido es el de una bolsa de plástico crujiendo, como si algo se deslizara dentro, cada vez más rápido, cada vez más fuerte.

Algo quiere salir de dentro de las bolsas.

Instintivamente, me llevo las manos a la cintura y extraigo las dos pistolas que les he quitado a los muertos y encañono a la oscuridad mientras el plástico estalla y los muertos, horriblemente deformados, saltan fuera, buscando devorarme. Como dicen en otra canción de Barricada, alguien tiene que tirar del gatillo, y disparo hasta que no son más que un par de torsos acéfalos que se estremecen sobre el barro. Luego, los agarro por los tobillos y los tiro al agua, donde la corriente o alguno de los monstruos de río que pululan bajo la superficie los hace desaparecer de mi vista al cabo de un instante.

No hay tregua...

Entonces recuerdo: la cisterna y el dinero. Maldiciendo, conduzco a toda leche hasta el bar de Jose, tratando de retener en mi memoria de pez el puto dato antes de que se me vuelva a olvidar mientras me esfuerzo por ver algo a través de la niebla que se ha levantado.

Cuando llego, cruzo el local a toda velocidad pero veo que Jose no se mueve. Tiene una jarra en la mano y un trapo en la otra con la que la seca y su mirada permanece fija en mí durante un par de segundos antes de perderse en el infinito.

Entro a saco en el cuarto de baño y levanto la tapa de mármol de vetusto cagadero. En su interior, flotando, hay un paquete de plástico termosellado al vacío lleno de billetes morados.

Me relamo. ¡Sí, joder! ¡Por fin, un golpe de suerte!

—Gracias —Escucho a mis espaldas.

Me doy la vuelta. Veo un rostro que me suena, pero no logro recordar quién es. Alto, de facciones marcadas y cuerpo enjuto que oculta bajo un abrigo oscuro. Sus ojos brillan como los de un gato en la oscuridad.

—Me preguntaba dónde lo habían escondido. Esa parte de la información no había sido capaz de extraerla a tiempo. Es una suerte poder contar con agentes como tú, que trabajan con tanta diligencia, aunque no con tanta discreción como quisiera.

¿Agentes? ¿Pero de qué coño me está hablando?

—Es obvio que no te acuerdas de mí. Ni falta que te hace. Para eso te borré la memoria y manipulé concienzudamente tus recuerdos. Ahora solo me sirves a mí, para lo que yo quiera y cuando yo así te lo exija.

Busco una de las pistolas, que se materializa inmediatamente en mi mano. Le apunto al abdomen. Pero mantiene en todo momento una afilada sonrisa en los labios, mientras sus ojos no dejan de brillar iridiscentes.

—¿Estás seguro? —me desafía.

Aprieto el gatillo, pero no sucede nada, y me doy cuenta que mi dedo reposa fuera del arco guardamonte. Creo estar disparando cuando en realidadno lo estoy haciendo. Le miro sin saber bien qué me pasa. Pero hay algo sumamente familiar en él, algo que no logro recordar qué es.

—No dispararás salvo que yo te deje. Ni siquiera te mantendrías en pie si yo así no lo quiero —me dice, exultante de superioridad—. Como siempre.

No ha terminado de pronunciar esas palabras cuando el mundo se estira y se encoge a mi alrededor, se envuelve y adopta formas y arquitecturas imposibles. De pronto no sé si estoy de pie o bocabajo, flotando en el aire o con los pies en el suelo.

Me mareo. Una arcada acude a mi boca.

Es un xenohacker. ¡Joder! ¡Puta mierda...!

—¿Cómo siempre? —pregunto, confundido.

—Cada vez que necesito de un agente, tiro de ti. Eres eficaz, rápido, metódico, y brutal en exceso cuando es necesario. Reminiscencias de tu formación militar y policial, supongo. Y he de confesar que me divierte borrarte la mente después de cada trabajo para que no me puedas recordar y se te olvide lo que has hecho por y para mí.

—Pero esos tipos se pensaron que yo era el poli... —replico.

—No todos los polis están en mi nómina, y el peor enemigo de un policía infiltrado es un policía corrupto que trabaje para la organización en la que se ha infiltrado. Pensaron que eras de los malos, y el resto fue sumar dos y dos.

Puta memoria de pez...

—No eres mi dueño —replico.

—¿Ah, no? —se burla—. Dime tu nombre.

—¡Claro que sé cómo me llamo! —bramo en un tono triunfal cargado de mucho odio—. ¡Me llamo...! ¡Me llamo...!

¡Joder! ¿Cómo me llamo?

El otro se ríe. Es cierto. No sé ni cómo me llamo. Sólo recuerdo y sé lo que él quiere que recuerde y sepa.

Soy su puta marioneta.

—Siempre se ha hablado de internet como la última frontera, el espacio ilimitado. Eso es una gran mentira —me dice, mientras descendemos por unas escaleras metálicas que ha creado en mi mente—. Internet no es más que una pantalla donde se oculta la verdadera última gran frontera: la tecnomagia.

—¿Pero de qué coño me estás hablando? —farfullo sin comprender nada, salvo que me está dando todo esto un miedo que no puedo controlar.

—No, aún no estás preparado. Tendré que volver a borrarte la memoria y reiniciar todo el programa hasta que estés preparado —Y cierra los ojos para concentrarse.

Quiero gritar, pero no puedo. ¡No! ¡No quiero que un xenohacker me resetee la mente una y otra vez! ¡No quiero que me borres la memoria! ¡No quiero ser memoria de pez! ¡No quier...!


 

 

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