Caza sin justicia: mención especial del Concurso

 

Muy buenos días, estimados amantes de la ciencia ficción y el horror. El día de hoy les traemos un relato ganador de una mención especial en nuestro concurso, el último de los relatos premiados, titulado "Caza sin justicia". 

¿Qué les podemos contar de la autora? 

Sandra Rojas de la Torre es una escritora de San Roque (Cádiz, España). Desde muy pequeña ha estado escribiendo misterio y terror. Hace unos meses publicó su primera novela, “Estatuas de Anticolat”, y ha participado en varias antologías benéficas.

Sin más preámbulos, el relato:

 

 

Aún me cuesta hablar sobre ello, pero sé que debo sacar a la luz todo lo que sucedió esos días.

Esa persecución, esa ansia de sangre que reinaba en todos y cada uno de los rincones del pueblo... Todo para nada.

Es el año 1615. Viena está sufriendo mucho con la peste negra. Cada día hay cientos de muertos. Los médicos no dan abasto en sus hogares. Muchos han caído por la enfermedad, y otros están a punto de hacerlo.

La comida es cada vez más escasa. Los agricultores no dan abasto, y tengo la sensación de que algunos han sido hasta saqueados por los vándalos, En mis treinta años de vida no recuerdo haber visto una situación tan dramática.

Como ayudante del sacerdote, sólo puedo decir que lo que presencié no se me irá jamás de la mente.

Intento decirme una y otra vez que todo esto tiene una explicación lógica, que lo que hemos hecho es para que el Cristianismo siga en auge en una sociedad que cada vez está más contaminada por unas creencias que nos hacen perder el norte, el sentido de la vida.

Cada vez más y más rumores de brujas, magia negra... Europa se está contaminando de unas creencias que están acabando con nuestra forma de ser, nuestra confianza en el señor Todopoderoso.

Intento cerrar los ojos, dejar este asunto atrás... Pero no puedo. Lo que le hicimos a esa pobre niña y a su familia... Me estremezco cada vez que lo pienso.

Cada vez voy a dormir no puedo dejar de oír sus gritos, las súplicas desesperadas de su madre y sus hermanos para que se detuviera todo el proceso...

Sí... Creo que lo mejor es que empiece desde el principio.

El Hoher Markt estaba completamente desierto. El alguacil y el sacerdote Johann Wagner caminaban bastante compungidos y silenciosos.

Hoher Markt era la principal plaza de Viena, donde a diario montaban un mercado con frutas y verduras y algún que otro fruto seco de temporada.

Las farolas iluminaban buena parte de lo que había ocurrido. Pero allí estaba Derek Klein, el ayudante del sacerdote, con la antorcha bien alta alumbrando todos y cada uno de los rincones de la plaza, ésa que a diario era recorrida por cuentos de vieneses.

Un paseante nocturno había informado de que había encontrado el cadáver de una chica que no debía tener más de quince años junto al bar de Harold, a unas tres manzanas de donde estaba la capilla.

A pesar de que había lucido el sol durante casi todo el día, había unas nubes que tapaban la luna y que hacían presagiar que era muy posible que en unas horas cayera una buena tromba de agua.

-Ahí está -anunció el policía haciendo gestos hacia una papelera que estaba prácticamente destrozada y de la que caía basura al suelo.

Derek se tapó la boca con las manos emitiendo un grito de sorpresa. Al lado del contenedor estaba el cuerpo de una chica que tenía la mirada fija en algún punto por encima del cartel del local.

Sus ojos estaban completamente abiertos, como si lo que hubiera visto la hubiera dejado completamente impactada. Sabía que había mucha gente muriendo por culpa de esa enfermedad llamada Peste Negra que estaba invadiendo Europa como si de un cáncer se tratara.

Pero esa chica... No parecía tener ningún síntoma que relacionara su muerte con esa enfermedad: manchas por el cuerpo, gangrena en los dedos de las manos y los pies, mal olor...

Sin embargo, esa víctima no entraba dentro de esa categoría. De no ser porque no respiraba cualquiera podría pensar que estaba viva.

-¿Qué opina, alguacil Hoffmann? -le preguntó el sacerdote inclinándose ligeramente hacia la víctima. Había algo raro en ese asunto, y no iba a parar hasta descubrir la verdad.

Estaban llegando informes de otras ciudades europeas que advertían sobre la posibilidad de que hubiera magia negra de por medio.

-Estoy bastante desconcertado... Es el cuarto caso que atiendo hoy, y no me parece que tenga nada que ver con la Peste Negra... Aunque tiene cierta similitud con un caso que nos encontramos ayer.

-¿Por qué lo dice? -insistió el párroco frunciendo el ceño y sin dejar de observar el cadáver de la adolescente.

-Porque no presenta los síntomas propios de una persona que ha muerto por la enfermedad -y ambos se sorprendieron al comprobar que el que había respondido había sido el ayudante del cura.

-¿Y cómo sabe usted todo eso, joven? -le preguntó una de las máximas autoridades de la ciudad arqueando una ceja.

-Porque... -y emitió un largo suspiro de resignación -. Mi padre murió hace un mes por culpa de la enfermedad.

-Ya veo... -murmuró el alguacil apartándose un poco del calor de la antorcha-. Haré un informe y nos pondremos a investigarlo mañana al amanecer. Últimamente estamos desbordados... y sospecho que hay algo más interfiriendo en la ciudad además de la enfermedad.

-¿A qué se refiere? -inquirió con cierta curiosidad el párroco sin dejar de observar al policía, que había sacado una libreta y estaba haciendo anotaciones.

-No lo sé... Pero últimamente están sucediendo cosas muy extrañas... Muertes súbitas, estrangulamientos, suicidios... Algo muy turbio.

Johann y Derek intercambiaron una rápida mirada mientras veían cómo el agente Hoffmann se marchaba sacando de su bolsillo un paquete de tabaco. Desde luego que era el momento de que la iglesia tomara cartas en el asunto.

Derek encendía las velas de la hilera de la izquierda con una cerilla que estaba prácticamente consumida. La agitó con fuerza para apagarla y sacó otra sin olvidar que debía comprobar que la parte derecha estaba intacta.

La misa empezaba dentro de media hora, y debía dejarlo todo listo para que el sacerdote pudiera dar consuelo a todas esas familias que habían perdido a algún ser querido en los últimos días.

No estaba siendo nada fácil para Viena recuperar la normalidad después de todo lo que estaban viviendo.

Muchos hospitales estaban dejando de prestar servicios porque estaban desbordados, y otros tantos habían cerrado sus puertas porque no tenían personal suficiente para atender a tantos enfermos.

La puerta principal de la iglesia se abrió. Derek se giró en el momento en el que intentaba encender otra cerilla.

Allí estaba Giselle Schumacher, la hija de uno de los empresarios más conocidos de Viena. La familia Schumacher regentaba un bufete de abogados que se codeaba con la más alta aristocracia.

Habían conseguido ganar algunos de los casos más estrambóticos y difíciles de defender. Eran, sin duda, una dinastía que había conseguido llegar hasta donde estaban a base de sacrificio y trabajo, mucho trabajo.

El padre de Derek había tratado con ellos varias veces antes de su repentina muerte. Casi toda la familia Schumacher había acudido al velatorio para darle su último adiós. La pequeña Giselle era monaguilla en la parroquia, y casi todos los domingos acudía con su familia para oír la misa. Era una familia bastante religiosa, aunque no era nada de extrañar.

Casi toda la ciudad había adoptado la religión cristiana desde el comienzo de siglo. Los que eran agnósticos o practicantes se ocultaban en las zonas de las montañas o los bosques para que la Inquisión no los encontrara.

-Hola, señorita Giselle -la saludó el ayudante del cura encendiendo la cerilla con un suave movimiento de muñeca -. Viene hoy muy pronto. La misa no empieza hasta dentro de treinta minutos.

-¿Está solo, señor Klein? -le preguntó Giselle con cierto aire de duda. Pero lo que más le llamó la atención era casi con el tono de súplica con el que le había hecho la pregunta.

-Sí, claro... Sólo estaba encendiendo las velas... ¿Qué ocurre, pequeña?

-¿Es normal... pensar en alguien... y que esa persona aparezca muerta al cabo de unas horas?

Derek no supo qué decir. Se le cayó la cerilla al suelo de la impresión. ¿Qué significaba eso? Su rostro debió cambiar por completo porque fue incapaz de decir nada durante unos segundos.

-Pues no... no sabría... qué decir...

Tragó saliva con dificultad. Teniendo en cuanta todo lo que estaba sucediendo la ciudad no podía pasarlo por alto. ¿Pero qué tenía que ver una niña con la brujería? ¡Era sencillamente una locura!

Giselle tenía los ojos anegados en lágrimas. Derek estaba bloqueado. Que una chiquilla de nueve años hablara tan abiertamente de esas cosas era motivo más que suficiente para sospechar.

Pero era una criatura del señor, una inocente niña que no había hecho nada al diablo.

¿Era una prueba del Señor?

El sacerdote dio permiso a los feligreses para que se marcharan en cuento terminó la misa. Derek había estado tan ausente durante la misma que ni siquiera se había dado cuenta de que ya se estaba yendo todo el mundo.

No había parado de darle vueltas a la conversación con la pequeña Giselle. Tenía que tratarse de una simple coincidencia, de un error... Pero tenía que tratarlo con el cura lo antes posible.

La magia negra y la brujería estaba siendo una enfermedad peor que la Peste Negra.

Como cristiano y devoto defender de la palabra de Jesús, no podía dejar que ese asunto quedara en el olvido.

-Reverendo... Me gustaría tratar con usted un asunto que me ha dejado bastante perturbado... -logró decir notando que la boca se le secaba por momentos.

-¿Qué sucede, ayudante Klein? -le preguntó mientras se ajustaba las mangas de su túnica negra.

-Esta tarde mantuve una conversación la pequeña Giselle Schumacher, la hija de Sebastian y Maria, los dueños del bufete -empezó a explicarle mientras caminaban hacia la entrada de la iglesia para cerrar las puertas-. Me ha hablado de unos sueños extraños… De... gente muerta...

-¿Qué? -exclamó el sacerdote con los ojos abiertos de par en par y respirando grandes bocanadas de aire. ¡No! En su iglesia no iban a entrar los devotos de Belcebú-. Hay que convocar el consejo de inmediato. ¡Llama al Papa y al alguacil! Es un estado de absoluta emergencia.

-Pero...

-¡Ahora!

Derek sólo pudo observar impotente cómo se marchaba en dirección a sus aposentos. Dios mío: el destino de esa niña estaba en sus manos.

Ya caía la noche. Derek alzaba la antorcha notando cómo unos goterones de sudor le bajaban por la frente. Estaba hecho: habían conseguido una orden para llevarse a la niña y someterla a juicio delante de todo el que quisiera verlo. ¿Por qué lo había hecho? ¿Cómo podía poner en sus manos la vida de una inocente criatura?

El alguacil iba en cabeza llevando un paraguas en la mano izquierda y su arma reglamentaria en la derecha. La familia Schumacher vivía en una de las zonas residenciales de Viena, y aunque ya era tarde, aún había gente por la calle.

Siempre que iban de caza intentaban hacerlo con la mayor discreción posible, pero algunas veces resultaba imposible: por mucho que las autoridades intentaran apartar a los mirones, siempre había alguno que conseguía saltarse el protocolo.

El policía pegó en la pesada puerta de madera con insistencia. El sacerdote se peinaba el pelo de forma distraída con la mano mientras uno de sus ayudantes aguantaba el paraguas.

Las llamas se alzaban con intensidad en esa fría noche que hacía presagiar una auténtica catástrofe.

No pasaron ni diez segundos hasta que la ama de llaves abrió la puerta de la imponente residencia.

-Buenas noches... ¿En qué...?

-¿Dónde está esa niña del demonio? -gritó el sacerdote intentando acceder al interior.

El alguacil lo agarró por el brazo izquierdo, impidiéndole avanzar más allá del umbral. La empleada del hogar se tapó la boca con las manos perpleja.

-Hemos recibido un soplo de que esta casa está bajo la influencia de la brujería -le explicó el policía enseñándole una hoja de papel escrita con una letra bastante irregular.

La señora era incapaz de decir nada; ni siquiera pestañeaba.

-¿Qué ridiculez es ésa? -oyeron exclamar al capataz de la familia Schumahcer apareciendo en batín por la puerta y con cara de muy pocos amigos.

-Hay que llevar a Satanás ante la justicia. ¡Esas muertes no pueden quedar en el olvido! -el alguacil miró a los tres hombres que lo acompañaban y les hizo un gesto para que avanzaran-. Traedla. La llevaremos a Hoher Markt... y Dios dictará sentencia.

-¡No! -gritó el patriarca de los Schumacher notando cómo las pulsaciones se le aceleraban por segundos. ¿Cómo había podido llegar su familia a esa situación?

Los policías entraron a toda velocidad en el salón y subieron por las escaleras que llevaban a la segunda planta.

Derek estaba más nervioso por segundos, y su corazón se desbocó por completo al oír los gritos de la pequeña bajando la escalera y siendo arrastrada por esos agentes que no hacían otra cosa más que su trabajo.

Tragó saliva con dificultad al ver cómo la niña empezaba a llamar a sus padres mientras se alejaban de la imponente mansión de los Schumacher. Tenía ganas de llorar... Pero debía aguantar las emociones.

La lluvia había cesado por completo desde que pusieron un pie en el parque. Se había corrido bastante rápido la voz: en la plaza ya había más de una docena de personas, y todas parecían estar tan sorprendidas como el propio ayudante del sacerdote.

Derek alzó la antorcha con el ceño fruncido, viendo cómo llevaban a la pequeña de los Schumacher a la parte superior de un estrado de madera desde el que se veía toda la plaza. Debía ser una situación bastante traumática para la familia.

La niña no dejaba de llorar. Su pecho subía y bajaba sin parar mientras unas lágrimas bajaban por sus mejillas. Sus padres estaban en primera fila observando la escena con cara de circunstancias.

La madre estaba arrodillada en el suelo y con las manos en la cara. Podía oírla llorar desconsoladamente a pesar de que estaba a bastante distancia. Su marido la sujetaba por los brazos e intentaba ponerla en pie con bastante esfuerzo.

Derek no sabía qué hacer ni hacia dónde mirar. Era una situación bastante traumática: ¿daba apoyo a esa familia que lo estaba pasando mal o se mantenía firme a su moral y estaba del lado de la iglesia, la que le había inculcado tantos valores y lo había convertido en un hombre?

El alguacil le hizo un gesto a sus hombres para que ataran a la niña a un poste de madera que debía tener más de tres metros de altura. Justo debajo habían colocado un montón de paja, un conductor perfecto... para el fuego.

Se estremeció de arriba abajo. No podía dejar de pensar en que esa chiquilla le quedaban pocos minutos de vida. La ley siempre era implacable con los casos de brujería y magia negra... Y todo había sido por su culpa.

¿Y si estaba condenando a esa niña para nada? Cargaría eternamente con la culpa. El sacerdote subió al estrado ajustándose las mangas de la túnica y con aires de suficiencia.

Era el momento de dictar sentencia.

-Estimados ciudadanos... El diablo vuelve a estar entre nosotros -comenzó diciendo alzando la voz para que todos pudieran oírlo con claridad-. Nos ha llegado un aviso... De que esta niña habita al maligno – hubo un murmullo generalizado entre los asistentes. La madre lloraba cada vez más fuerte-. Nuestras leyes y nuestro señor es muy claro... ¡Hay que erradicar cualquier contacto con Satanás!

Los ciudadanos emitieron un grito de aprobación. Giselle temblaba de arriba abajo, y su madre cayó al suelo inconsciente en ese momento. Su marido había sido incapaz de reaccionar: no podía dejar de mirar a su pequeña.

-Por favor... Parad esta locura... -murmuró el señor Schumacher dejándose caer junto a su mujer y sin entender absolutamente nada-. ¡Giselle es una criatura del señor! ¡Nunca ha tenido tratos con el diablo!

-Ya sabemos que el señor tiene clemencia de todos y cada uno de vosotros... -siguió hablando el cura como si no lo hubieran interrumpido-. Y si lo aceptamos y lo amamos nos acogerá en su regazo. Pero a veces nos exige unos sacrificios... Señor, en tu nombre limpiamos el cuerpo y el alma de esta criatura.

-¡No! -el grito desgarrador del padre resonó durante unos instantes en la cabeza de Derek.

No podía dejar de observar cómo el aguacil se acercaba al poste de madera y dejaba caer la antorcha sobre la base.

La paja no tardó en arden. El fuego iba ascendiendo hasta los pies de la niña, cuyos chillidos desesperados iban en aumento conforme pasaban los segundos.

Derek había visto más que suficiente. Esa noche no encontraría ni paz ni consuelo.


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