DE BARRO ERES

 

Muy buenos días, estimados amantes del terror y la ciencia ficción. 

El día de hoy les traemos un relato titulado "De barro eres", una colaboración de Javier Lobo.

Javier Lobo es el pseudónimo tras el que se oculta un escritor andaluz residente en Sevilla. Ha participado en diversos concursos, siendo seleccionado para antologías en Diversidad Literaria, Editorial Donbuk, y Editorial Pulpture.
También ha colaborado con las revistas digitales “Círculo de Lovecraft” (números 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10 y 12, así como en los suplementos “Tentáculos y Cuervos” y “Visiones de un Japón Oscuro”), “Vuelo de Cuervos” (número 7), “Aeternum” (Extrahumanos-Mutaciones), o el fanzine de aparición anual “From Outer Space” (números uno y dos).

Tras esa breve presentación, sin mayores preámbulos, disfrutemos de un buen relato de terror:

 

 

DE BARRO ERES

Montaron el tenderete por la mañana temprano, mientras la gente se acercaba de manera lenta al recinto ferial. Un letrero sobre una tabla de madera en el que se podía leer ARS DINAMICA escrito con elegante caligrafía anunciaba la atracción. Los dos hombres se habían afanado durante toda la jornada en ir preparando su espectáculo para comenzarlo por la noche, cuando habría una mayor afluencia de público y los ingresos podían ser mayores.

Hacían una pareja singular: uno era un hombre alto y espigado, de apariencia frágil y mirada perdida. Tenía unos ojos tan claros que los iris parecían transparentes, y la expresión ausente de su rostro hacía intuir que dentro de su cabeza había luces sin encender. Tenía las manos fuertes y callosas, de articulaciones nudosas, y el pelo se veía entrecano y ya clareaba en algunas partes.

El otro, por su parte, no pasaba de medir unos setenta centímetros de longitud en un cuerpo contrahecho y giboso. Una poblada barba recorría sus facciones, donde se le podían adivinar dos carrillos sonrosados que le conferían un cierto aspecto de muñeco alegre. Por contra, los ojos eran grandes y almendrados, de un intenso color avellana, y se adivinaba en ellos una lucidez y claridad de pensamiento que no se podía ver en los de su compañero. Sus extremidades eran muy cortas y sus manos no pasaban de ser un par de muñones apenas desarrollados. Una nariz aquilina sostenía unas gafas de fina montura y una poblada cabellera coronaba la cima de su cabeza.

Todo el trabajo pesado lo llevaba el primero, quien parecía no ser tan débil como su propia apariencia daba a entender en un primer momento, mientras el otro le indicaba dónde colocar los altavoces, los mostradores o los distintos carteles que anunciaban las bondades de su espectáculo.

ARS DINAMICA se anunciaba como un espectáculo en movimiento, con el que poder integrarse, en el que el público podría participar y reír hasta cansarse, donde la música, la poesía, la magia y el arte se iban a dar la mano durante todo el recorrido. En el cartel también se comunicaba al respetable que sólo estarían en la feria durante un par de días, pero que tenían preparado un sorprendente colofón final como broche de cierre a su estancia en la localidad: un truco de magia con el que iba a dejar a mayores y niños con la boca abierta.

Los dedos rechonchos del hombrecillo tomaron un micrófono con diadema que colocaron con rapidez en la cabeza con sorprendente agilidad. Posó una de las manitas sobre las consolas y comenzó a toquetear los botones.

Sí… Sí… Un, dos, tres, probando… Un, dos, tres, probando…

La voz que brotó del diminuto cuerpo resultó ser sorprendentemente bella y de una profundidad increíble, un timbre hipnótico que hizo que muchas cabezas se girasen y contemplasen con asombro al hombrecillo. El aire ya olía a algodón de azúcar y a los distintos tipos de fritura que se servían en cada caseta, pero los que se encontraban cerca del puesto de los dos feriantes se olvidaron de cuanto les rodeaban para concentrarse en ellos. El hombrecillo se excusó, explicando que el espectáculo aún no estaba preparado, y les indicó la hora prevista para el inicio de su número.

Al llegar la noche, la gente se arremolinó otra vez alrededor de la atracción, y fue creciendo despacio mientras se sucedían los números. Hubo un cuentacuentos que se escenificó con unas marionetas que el hombre alto manejaba oculto tras un panel y a las que ponía voces el enano, sentado en su silla de ruedas, acomodando de cuando en cuando su giba en el respaldo.

Luego, el hombre alto sacó a varias personas al azar de entre el público y las puso frente a sí de perfil. Cuando se hizo el silencio, el enano volvió a tomar la voz:

Querido público, lo que están observando ahora es la actuación de Iván como siluetista —explicó el hombrecillo mientras el alto recortaba cada perfil sobre una resma de cartulina—. Luego, aprovechando esas recreaciones de personas reales, les vamos a contar un cuento, un cuento para mayores, una vieja historia de la tradición sefardí de la que tanto hubo por estas tierras hace algunos siglos.

Cuando hubo terminado con el resto de personajes, Iván condujo la silla del otro, la colocó ante sí y empezó a recortar un nuevo rostro.

No se asusten, damas y caballeros. No seré yo el protagonista de la obra —bromeó—. Me faltan un par de centímetros de altura para entrar en la categoría de galán de cine.

Se escucharon algunas risas.

Pendientes a todo, completamente ajenos a la exquisitez del número que los dos comediantes iban desarrollando, tres pares de ojos permanecieron fijos en ellos. Nadie los conocía, como tantas caras nuevas en el pueblo, de esas que aparecen invitadas por los propietarios o socios de alguna caseta, y que se aúnan para comer y beber, para pasar un buen rato y disfrutar de la vida.

Pero estos no eran así. Los tres eran de complexión normal, para nada sobresaliente. Sus facciones también eran de lo más común; pero sólo había que mirar a sus ojos para darse cuenta de que, ocultos bajo las pieles de cordero, había verdaderos lobos voraces, dispuestos a todo por cobrarse su pieza del día.

Con un botellín de cerveza o un cartucho de fritura de pescado en las manos, fueron estudiando despacio a los actores, las monedas o billetes que iban cayendo despacio dentro de la urna que habían dispuesto para recoger lo recaudado por la función, las medidas de seguridad. Todo. No tardaron demasiado en saber dónde se encontraba la furgoneta en la que se desplazaban de una feria a otra, sin más rumbo que el que los vientos del calendario de festividades podrían señalar.

Esperaron con paciencia felina. Eran las cuatro de la mañana, con las calles en completo silencio y a oscuras cuando se acercaron al lugar en el que se encontraba el vehículo. Lo habían dejado en una zona apartada, en la salida hacia Sanlúcar La Mayor, donde había numerosas fincas y caminos serpenteantes ocultos entre las chumberas. Para su sorpresa, ninguno de los dos dormía: el enano parecía estar escribiendo algo en un cuadernillo que ninguno podía ver, mientras que el hombre alto y mudo se dedicaba a modelar una inmensa figura de barro. Todo el conjunto se encontraba iluminado por la luz de una crepitante candela.

Los tres lobos se miraron entre sí. Se sonrieron. Iba a ser más fácil de lo que se habían imaginado en un principio. Se fueron acercando sigilosamente y, mientras lo hacían, fueron escuchando al enano hablándole a su compañero:

Muy bien, Iván. Realmente que admiro tu habilidad manual. Es una delicia verte trabajar el barro, el papel, o lo que estés usando para crear una figura. Y créeme cuando te digo que nunca podré agradecerte lo suficiente este favor que me estás haciendo —Y se inclinó hacia adelante para continuar con su garrapateo, que sonó como si estuviera rascando una pieza de madera—. Ya verás, va a ser impresionante cuando lo presentemos en las Fiestas Colombinas.

No, yo creo que no —dijo el primero de los intrusos, saliendo de las sombras.

Era un tipo algo rechoncho, pero de complexión fuerte. El cabello raleaba sobre la cabeza, y dos frondosas cejas cubrían sus pequeños ojos de afilada y fría mirada. Llevaba las manos ocultas dentro de su parka, pero estaba preparado para cualquier cosa.

El hombrecillo dejó de escribir, y el hombre alto se dio la vuelta, dedicándole una furiosa mirada al intruso. Comenzó a mover los labios, emitiendo una serie de chasquidos entrecortados, pero sin pronunciar palabra alguna; el otro, por su parte, ni se inmutó, sino que se limitó a alzar una de sus rechonchas manitas para pedir calma a su compañero.

Tranquilo, Iván. La función terminó hace ya unas cuantas horas. Es sólo un malentendido, ¿verdad, caballero? —le dijo con su profunda voz.

El intruso negó con la cabeza.

No, no lo es. La caja con la pasta. Suéltala. Ahora —ordenó, con voz rasposa.

El giboso cuerpo se revolvió sobre el asiento de la silla de ruedas.

Me temo que no puedo hacer eso —le replicó en completa clama—. Lo ganado con nuestro esfuerzo es lo que tenemos mi compañero y yo para nuestro sustento; y no tengo suficiente para compartirlo con usted, a pesar de la crisis que sufrimos.

Una suerte que nos lo vayamos a quedar todo nosotros —dijo una segunda voz.

Los dos secuaces aparecieron desde las sombras junto al mudo, al que cogieron desprevenido. Dos hombres muy delgados, de tez morena y ojos salvajes; si se les sabía mirar con atención, se podría descubrir las huellas de la heroína en sus cuerpos. Comenzó un intenso forcejeo con su víctima. El hombrecillo se agitó en su silla.

¡Iván, no! ¡No merece la pena!

Pero el mudo no se quedó quieto, haciendo gala de una fuerza enorme que les impedía hacerse con él, hasta que, de pronto, el rostro del artista se volvió lívido durante un instante antes de perder el color por completo. Su cuerpo se desmoronó como si estuviera hecho de arena. Una mancha se extendía por su espalda, manchando la camiseta blanca que vestía. En la mano de uno de los hombres delgados había aparecido un cuchillo de grandes dimensiones, ahora empapado de escarlata.

¿Pero qué has hecho? —le recriminó el que estaba más cerca.

¡Acabar con esta mierda! —gruñó. Se volvió hacia el hombrecillo—. ¡Tú, contrahecho! ¡La pasta ya, o te mando con tu colega!

El hombrecillo se quedó callado, concentrado en su tarea anterior. En sus manos sostenía un par de tablillas de madera que grabó con una gubia, dibujando unos extraños símbolos que parecían ser palabras, pero ninguno supo en qué idioma.

¡Que no se mueva! —gritó el corpulento, dirigiéndose a la furgoneta. Señaló al tercer hombre—. ¡Ayúdame a buscar la guita, corre!

El segundo criminal, aún con el cuchillo empapado en sangre en su mano, sonrió.

¿Pero dónde quieres que vaya? —se burló.

Revolvieron todo el contenido del vehículo hasta que se llevaron todo lo que había de valor, que no era demasiado: el dinero de la recaudación del día y los equipos electrónicos para la función. El grandullón se volvió hacia él.

¿Qué más hay? —le interrogó.

El otro no le devolvió la mirada, ni le dio respuesta.

¿Qué más? —le gritó.

Nada —respondió el otro con un susurro.

Nos ha visto —indicó el del cuchillo.

El corpulento le dedicó una mirada salvaje. Una mano se movió dentro de su cazadora. El otro, alarmado, dio un paso atrás.

Si me vais a matar, me gustaría pediros que colocarais esto en la boca del muñeco de barro —pidió el enano, mostrándoles una de las tablillas grabadas. Los otros lo miraron sin entender nada—. Me gustaría dejar mi obra terminada, si a los señores no les importa, claro.

El jefe del grupo sacó una mano del bolsillo de la parka y cogió la pieza de madera. La volteó con los dedos, observando con curiosidad los grabados que recorrían la madera.

¿Dónde va?

Los ojos del hombrecillo brillaron de manera siniestra.

En la boca, por favor.

El delincuente se acercó a la estatua de barro. Era enorme y pesada, de líneas un poco toscas en las que se podía adivinar la figura de una especie de hombre primitivo, el tótem de alguna tribu ya olvidada, o algo así. Puso el rectángulo sobre la zona en la que, supuestamente, iba la boca, pero no se quedaba pegado a la arcilla. Tuvo que apretarle muy fuerte para que se quedara fijada al rostro de la escultura.

Gracias —dijo el artista—. Así sabrá que, al final del camino, encontrará su destino en mis labios.

¿Me vas a decir de una vez qué más tenéis de valor? —le insistió el otro. Miró molesto a sus compinches, que no cesaban de bisbisear a sus espaldas.

Nada —insistió—. Lo único que me queda de valor es esto —Y le mostró la otra pieza de madera un segundo antes de metérsela en la boca y comenzar a farfullar en una lengua que no podía entender.

El hombre corpulento no entendió aquel gesto. Rarezas de artista, supuso. O eso, o el enano de los cojones estaba como una puta cabra.

Sabes que no podemos dejarte viv…

No pudo terminar la frase: una soga fina envolvió el cuello del diminuto hombre y se apretó con fuerza sobre su piel. El tipo del cuchillo apareció tras la silla y le gritó al tercer hombre:

¡Ahora! ¡Dale!

Un motor rugió y la silla salió volando por los aires, en tanto el hombrecillo desapareció de su vista como tragado por la tierra. Escuchó su cuerpo rebotando por el suelo mientras la furgoneta se alejaba a toda velocidad unos cientos de metros.

¿Estáis gilipollas, o qué? —le espetó el grande al que tenía más cerca.

El otro se limitó a reír de manera estridente, con una alocada mirada pintada en sus ojos.

Problema resuelto —dijo sin poder dejar de carcajear.

La furgoneta ya venía de vuelta con el pequeño bulto rebotando sobre los baches del pedregoso camino. El cuello estaba horriblemente deformado, y los ojos se habían hinchado como pelotas, aunque aún permanecían bajo los párpados, como si les observara desde la lejanía. La mandíbula se había cerrado con una fuerza increíble, y no fueron capaces de abrírsela para ver si seguía allí la pieza de madera o no.

A lo mejor no era madera —dijo el tercero, mirando a los otros dos—. ¿Y si era una cartera pequeñita?

Por toda respuesta, el del cuchillo lo abrió en canal y comenzó a hurgar en sus tripas.

Nada —dijo al cabo de un par de minutos, sacudiendo el brazo para limpiarlo de los fluidos del cadáver.

Unos aplausos resonaron en la noche. El grandullón batía las manazas dando palmas, como si celebrase todo aquello.

¡Muy bien, muy bien! —les felicitó—. Si ya habéis terminado de hacer el mongo, os cogéis a los dos fiambres y los enterráis.

¿Cómo? ¿Con qué? —rugió el del cuchillo, agitando el arma en el aire.

En una de las grandes manos del otro apareció, como por arte de magia, una pistola. Pegó el oscuro ojo de la boca de fuego sobre su frente, haciendo que dejara de gritar.

Tú la cagas, tú la pagas. ¿Te enteras Joaquín? Fernando, tú lo mismo —añadió mirando al otro.

No dijeron nada más. Se limitaron a escarbar el suelo con las manos y la hoja de acero hasta lograr removerla. Un rayo iluminó el cielo sobre sus cabezas. Apenas unos segundos más tarde ya estaba cayendo una lluvia torrencial que ablandó la tierra y les facilitó su labor.

Ya habían enterrado a Iván, que se hundió como un fardo, y estaban enterrando al enano cuando, de pronto, la estatua de barro se agitó, como si se moviera. Los tres delincuentes dieron un respingo asustados. Casi parecía que aquella cosa hubiera adquirido vida propia. Se iba combando hacia adelante por su propio peso, como si se dispusiera a salir corriendo en cualquier momento; incluso la cabeza giró, y hasta Luis, el más corpulento de los tres, el más acostumbrado a la peligrosa vida del crimen, sintió un profundo escalofrío de terror. Finalmente, la pesada estatua cedió y cayó de bruces sobre un charco, donde pareció disolverse y pasar a formar parte del lodazal en el que se estaba convirtiendo aquel lugar.

¡Vamos, vamos! —apremió Luis—. ¡Terminad ya, que nos vamos!

Echaron una montaña de barro sobre el cuerpo y lo amasaron lo mejor que pudieron para que quedase oculto, pero todos sabían que saldrían a flote si seguía lloviendo de aquella manera.

Corrieron hacia donde habían dejado el coche y atravesaron la noche, poniendo rumbo hacia un chalet en el que vivía un perista que pagaba en efectivo y no hacía preguntas donde dejaron el material de sonido. Luego, con el dinero humeando en las manos, se fueron a un local de alterne, donde Luis y Fernando se buscaron prostitutas de su gusto, mientras que Joaquín se quedaba acodado en la barra, bebiendo cubatas sin parar, aguardando el momento de irse a los locales de ambiente y encontrar un chico que le satisficiera.

De pronto, su vejiga le avisó que estaba a rebosar de líquido. Recordó el letrero de “averiado” del cuarto de baño, así que tendría que mear en la calle. Salió con rapidez a la calle, donde el gorila de la puerta le hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo. Aprovechó la zona ajardinada para colocarse entre dos pinos y orinar sobre la tierra.

Estaba escribiendo su nombre con el chorro cuando, de pronto, algo se movió bajo la superficie. Extrañado, Joaquín se inclinó para poder ver qué era, cuando el suelo estalló ante él. Unos ojos negros brillantes como canicas le miraron mientras el resto del cuerpo emergía entre el fango.

Dentro, Fernando fue el primero en terminar. Al no ver a su compañero acodado en la barra, decidió salir en su búsqueda. Afuera seguía lloviendo torrencialmente. El portero le indicó dónde había visto a su colega por última vez, encaminando sus pasos hacia ese lugar.

Cuando dobló la esquina en dirección a la arboleda, una figura tendida sobre el suelo llamó su atención. Estaba rodeada por varias montañas de tierra, como si hubiera caído una bomba, y un charco oscuro se iba extendiendo bajo su cuerpo.

¿Pero qué…? —balbució, corriendo en su dirección.

Al llegar a su altura, el rostro aterrado de Joaquín le miró fijamente, con los ojos muertos llenos de tierra y la lengua asomando por entre los dientes. La cavidad torácica estaba abierta en canal, con las vísceras, o lo que quedaba de ellas, expuestas a la intemperie.

¡La hostia puta! —sollozó Fernando, temblando aterrado ante la escena.

Una sombra se movió a su lado. Era una figura humana de gran corpulencia. Pensando que se trataba del portero del local, comenzó a balbucear con la mirada fija en el cadáver de su compañero.

¡Yo no he sido! ¡Yo no he sido! —comenzó a lloriquear mientras se giraba hacia el otro.

Se quedó mudo, sin palabras, cuando vio que quien se encontraba en la puerta no era el seguridad del prostíbulo, sino otra cosa. Quiso gritar de espanto cuando la cosa le agarró del pescuezo y se lo estrujó hasta arrancárselo de cuajo, separando con gran violencia la cabeza de los hombros.

Mientras, ajeno a todo eso, Luis bajó a la barra, esperando encontrar a los otros dos. Habló con el barman, que le dijo que sus dos compañeros de correrías habían salido afuera hacía ya un rato bastante grande.

Maldiciendo su suerte, harto de que nunca le hicieran caso, salió afuera, siendo dirigido por el portero al mismo sitio que los otros dos. Cuando dobló la esquina, descubrió una dantesca escena que le hizo sentir escalofríos de miedo: Joaquín estaba destripado sobre el suelo como si fuera un pescado, y a Fernando le habían arrancado la cabeza. Un inmenso charco oscuro se extendía desde los cadáveres, un manto de sangre que se mezclaba despacio con la lluvia que no cesaba de caer, torrencial, desde los cielos.

¡Venid, hijos de puta! —les maldijo, sacando el arma del bolsillo—. ¡Venid, que os voy a freír a tiros, cabrones!

Una sombra se agitó tras los pinos. Los árboles, a pesar de ser de gruesos troncos, se estremecieron cuando unas enormes manos los apartaron para dejar paso a la criatura. Luis se quedó boquiabierto, sin saber qué pensar ni cómo reaccionar: ante su atónita mirada estaba apareciendo la inmensa figura de barro en la que había colocado la tabilla de madera a petición del enano. Era de tosca apariencia humana, y la cabeza parecía un cuenco puesto bocabajo, pero con dos ojos brillantes como negras canicas que lo miraban con un odio salvaje refulgiendo en sus entrañas.

¿Pero qué coño eres? —gimoteó, presa del terror.

Alzó el arma hacia la criatura y efectuó tres disparos que hicieron blanco sobre el cuerpo del monstruo. Escuchó los tres chapoteos impactando sobre el torso y la frente del ser, pero ninguno lo detuvo. El coloso continuó con su inexorable avance, mientras su dedo apretaba el gatillo hasta vaciar por completo el cargador del arma.

Al escuchar los disparos, el portero del prostíbulo sacó su teléfono móvil para llamar a la policía. Una vez dado el aviso, sacó una pistola que ocultaba en los pantalones antes de salir corriendo hacia el lugar del que parecían proceder los estampidos. Con cuidado, dobló la esquina, encontrándose con una estampa aterradora: un hombre eviscerado sobre el suelo, otro decapitado, y un tercero estampado contra uno de los muros del local, reducido a una pulpa sanguinolenta. La cabeza se encontraba adherida contra la pared, y siguió allí un par de segundos más antes de caer al suelo y rebotar como una pelota de baloncesto y rodar por el asfalto del aparcamiento.

El portero parpadeó un par de veces antes de retroceder. Lo mejor era quitarse de en medio.

A medio centenar de kilómetros de allí, una enorme figura de barro recorrió una zona de fincas oculta entre unas chumberas hasta llegar a una tumba mal excavada en el suelo. El cadáver de un hombrecillo con el cuello retorcido de manera cruel comenzaba a flotar desde su encierro en el lodo.

La criatura se inclinó sobre el cuerpo. En sus ojos de canica se dibujó una mirada triste, casi compungida, como si se estuviera despidiendo de un ser querido. Le abrió con gran cuidado la boca, que había quedado grapada en el momento del deceso, y escarbó dentro con uno de sus enormes dedos hasta que extrajo una pequeña tablilla rectangular grabada a mano.

En la pieza de madera, escrito en hebreo, se leía met.

Hundió sus dedos a la altura en que debiera quedar su boca, extrayendo la tablilla que Luis le colocara. También estaba escrita en el idioma de Israel, y en ella se leía emet.

Dejó caer la pieza rectangular a un charco y colocó la que había sacado de su creador en el mismo lugar del que había extraído la primera. Una magia tan ancestral como olvidada actuó. Los ojos de la criatura se apagaron, y el colosal cuerpo se fue disolviendo hasta quedar reducido a un montón de lodo que se mezcló con la lluvia.


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